Como he dicho antes, se machaca equivocadamente con que el desequilibrio en el presupuesto entre entradas y salidas es el problema medular. Esto no es correcto. Cuba ahora no tiene déficit fiscal y Stalin no lo tuvo durante varios períodos. Puede contarse con un presupuesto equilibrado y succionar el cien por ciento de los recursos de la gente, es decir convertir un país en un campo de trabajos forzados.
Esto no es para subestimar el desorden fiscal entre ingresos y egresos. En no pocas oportunidades se declama que esto es igual que en una familia, el final no es auspicioso si se gasta más de lo que entra, pero el paralelo no es correcto puesto que en la familia no se pueden encajar impuestos y recurrir a la impresión de moneda sin eludir la cárcel. El problema son los aparatos estatales que como decía el decimonónico Bastiat recurren al robo legal.
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Por supuesto que del déficit fiscal nace la inflación pero el problema absolutamente prioritario es el nivel exponencial del gasto público que los politicastros eluden puesto que les resulta más fácil endeudarse, cobrar nuevos y mayores tributos y recurrir a la antedicha estafa generalizada que los economistas denominamos inflación.
En 1978 comenzó en Estados Unidos la estrategia de “starve the beast” (hambrear a la bestia, siendo ésta el aparato estatal) con la propuesta original de Alan Greenspan que consistía en cortar impuestos con la idea de desabastecer el gasto. La estrategia terminó en un estrepitoso fracaso pues se recurrió al endeudamiento en gran escala para financiar el imparable gasto público, de ahí que economistas sensatos apuntan como prioridad reducir el gasto público.
Sin duda que hay muchas otras medidas que deben adoptarse con urgencia para zafar de los embrollos estatistas, pero encarar el volumen del gasto estatal tiene prelación por las razones apuntadas.
Este empecinamiento en dirigir la mirada a lo que nos es prioritario remite al fanatismo o dogmatismo que no permite sacar anteojeras y mirar la realidad. Un caso típico de obcecación es el mantener que la ciencia debe estar en el área de las botas (el aparato estatal), lo cual es tan desatinado como el ministerio de la felicidad de Maduro o los de la verdad o el amor orwellianos. En esta línea argumental entonces nos referiremos a este fenómeno de mentes con pesadas telarañas mentales y luego a la tilinguería de centrar la atención solo a los procesos electorales sin prestar atención a temas que subyacen a esos mecanismos electorales que es la preocupación y ocupación por ideas en línea con la sociedad libre.
Como es bien sabido, la característica central del ser humano es su capacidad para discernir, para decidir entre distintos cursos de acción, para razonar, conceptualizar y para argumentar. Esto es un privilegio de la condición humana que no posee ninguna otra especie conocida. Esto hace posible el conocimiento y las refutaciones. Posibilita el intercambio de ideas en el aula, en debates abiertos, conversaciones y a través de ensayos, libros y artículos.
El fanático es aquel que renuncia a su condición humana y adhiere ciegamente a lo que otros le dicen, deja de ser una voz para convertirse en puro eco. No digiere, no medita, solo obra por impulso, en verdad no actúa ya que no hay acción propiamente dicha sino reacción. La expresión proviene del latín antiguo: fanum, lo cual quiere decir templo, de ahí que los fanatismos más comunes son de carácter religioso donde la fe juega un rol decisivo. Sin duda que puede concebirse una persona religiosa no fanática en el sentido que razona la existencia de una primera causa (necesaria y no contingente como el Big-Bang), de lo contrario sabe que no hubiera nacido ya que las causas que lo generaron irían en regresión ad infinitum, por tanto, nunca hubieran comenzado. Pero el fanático atropella a los congéneres, los quiere convertir a su credo a toda costa e incluso se pone agresivo con los que no aceptan su modo de ver la religiosidad o sus inclinaciones dogmáticas.
Este último sentido explica las matanzas horrendas a través de la historia que se han perpetrado en nombre de Dios, la misericordia y la bondad. Lo curioso es que esta situación no ocurría cuando abundaba el politeísmo, situación en la que cada uno tenía su dios personal que eventualmente otros podían compartir algunas de las formas de adoración. Muchas religiones oficiales fueron (y son) responsables de los diferentes modos de las hogueras humanas.
En el caso del catolicismo, merced a la decisiva intervención de Juan Pablo II -principal aunque no exclusivamente- se instaló la noción del ecumenismo y del respeto, la amistad y comprensión mutua entre las religiones monoteístas y también la debida consideración a todas las otras maneras de encarar la religión y para con el deísmo y también para los que no tienen religión alguna (y su pedido de perdones por crímenes comandados por Papas como fueron las inquisiciones, la judeofobia y las instigaciones a guerras religiosas). Nada más decepcionante que los fanáticos religiosos obcecados con lo que les dice el líder con o sin túnicas y sotanas aunque se trate de un disparate superlativo. Nada más peligroso que las religiones laicas de talibanes que militan contra la religión o las que adhieren ciegamente a la del estatismo.
Como decimos, el fanatismo no se agota en las religiones sino que se extiende a las concepciones políticas, lo cual produce los descalabros que son del dominio público. Se extienden a la adoración al líder del momento, habitualmente por parte de muchedumbres en las que como ha señalado en La psicología de las multitudes Gustave Le Bon “lo que se acumula no es la sensatez sino la estupidez”.
Por esto es que resulta una medida higiénica el alejarse de las ideologías que como se ha repetido en muy diversas ocasiones, en su acepción más generalizada da por sentado la fabricación de un sistema cerrado, clausurado, terminado e inexpugnable lo cual es la antítesis del conocimiento que por su naturaleza es provisorio sujeto a refutaciones tal como lo ha explicado, entre otros, Karl Popper.
El fanático es militante, una de las palabras más desagradables del diccionario porque en primer término es impropio para el mundo civil y también para las fuerzas armadas ya que allí se trata de militares no de militantes. El término en cuestión deriva de militar y claro que, en ese sentido, el militante procede conforme a las órdenes que recibe del vértice, es verticalista y es una pieza que se mueve en el contexto de la obediencia debida. A su vez, los jefes totalitarios son fanáticos, son términos correlativos y consustanciales al mesianismo, el megalómano es necesariamente un fanático en su obsesión de manejar vidas y haciendas ajenas.
Eric Hoffer en The True Believer nos dice que “los hombres en general se ocupan de lo suyo cuando en lo suyo hay algo de sustancia, de lo contrario se ocupa de meterse con el vecino” y este es el fanático que dado su vacío existencial tiene que respaldarse en una causa externa a él por la que entregar sus pasiones. Le resulta insoportable, como apunta Hoffer, que “la libertad de elección coloca sobre sus hombros toda la culpa por sus fracasos”. Por eso, continúa este autor, es que el fanático tiende a subsumirse en lo colectivo, en los movimientos masivos, porque coloca la posibilidad de cambio fuera de su control, en las manos del líder, se traduce en “la total rendición del yo”. Hoffer ejemplifica no solo con los fanáticos religiosos sino en espesas y purulentas categorías cerradas y terminadas a las que se debe obedecer a pie juntillas como son los casos del nacional-socialismo y el comunismo y también los ateos militantes que operan “como si se tratara de una nueva religión”.
Por eso es que el espíritu liberal abre puertas y ventanas de par en par al efecto de permitir y estimular el debate y así reducir en algo nuestra colosal ignorancia. Esta es una de las razones por las que aboga por la debida consideración a tradiciones de pensamiento distintas que permiten reforzar argumentos en pro de la libertad y modificar los que estaban equivocados, en un contexto de permanente evolución. Cervantes escribió que “el camino es siempre mejor que la posada” pero, además, en el caso liberal, no hay posada, es todo camino, “la hazaña de la libertad” al decir de Croce siempre teniendo en vista que, otra vez según la pluma del autor del Quijote, todo debe entregarse “por la libertad, igual que por la honra”.
En La rebelión de las masas Ortega destaca que los hombres asimilados a lo colectivo “no se exigen nada especial, sino para ellos vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre si mismos, boyas a la deriva”. El fanático revela su tontera y concluye Ortega que “no hay modo de desalojar al tonto de su tontería […] el tonto es vitalicio […] por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír si ya tiene dentro de si todo cuanto hace falta?”.
Si se impone el hombre-masa en el sentido orteguiano la perspectiva es por cierto lúgubre, pues según el mismo pensador “La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado, el hombre para la máquina del Gobierno”.
El fanático considera que la lealtad debe ser total al líder -más bien el servilismo- todo lo demás es traición que tiene que ser desacabezada. Robert Nisbet en Prejudices mantiene que el fanatismo, además del religioso propiamente dicho, abarca la religión laica que sigue los pasos de los Robespierre de nuestra época. El fanático representa aquello que Nisbet ilustra con una oportuna cita de Dostoyevskyi: “el fuego en la mente”, el autor ruso influido por dos becarios de Catalina la Grande a la cátedra de Adam Smith.
En momentos en que ciertos fanatismos devienen en terroristas siempre criminales, es decir, resucitan inquisiciones en bandada, debe meditarse con cuidado cuáles son las defensas de la sociedad abierta y uno de los anclajes de mayor fertilidad consiste en mantener a rajatabla la libertad de expresión, la separación tajante entre religión y poder (“teoría de la muralla”, según la concepción original norteamericana) y ocuparse y preocuparse de la educación como la trasmisión de valores y principios consistentes con seres libres para así asegurarse las necesarias defensas contra la incursión de fanáticos, un peligro mortal para la convivencia civilizada. Hay un conocido adagio que debe repasarse en toda ocasión: “La mente es como un paracaídas, solo sirve si se abre”. Es que las telarañas mentales carcomen la condición humana.
En no pocos lares, muchos de los que se declaran partidarios de una sociedad libre se limitan a exhibir un fervoroso espasmo cívico el día de las elecciones y, salvo honrosas excepciones con aire profesoral en la práctica arremeten contra el respeto recíproco. Habitualmente, esos seres anodinos se entusiasman vivamente con marchas e himnos patrios, se cuelgan escarapelas por doquier y revelan síntomas de alarmante xenofobia, pero son incapaces de dejar por un instante los arbitrajes que presentan sus quehaceres rutinarios para prestar un mínimo de atención al estudio y difusión de las ideas y principios que dan sustento a una sociedad abierta, ni a destinar recursos propios para la tarea.
En este sentido, en el campo opuesto, debe tomarse como ejemplo la constancia y la admirable perseverancia por parte de los socialistas para establecer y mantener centros de estudios, publicación de libros y financiación de cátedras al efecto de pregonar el ideario colectivista. Ese es el motivo de su éxito en las políticas gubernamentales y, previamente, en los campos de la economía, el derecho, la sociología y las ciencias sociales en general. Mucha razón tenía Edmund Burke al sostener que “todo lo necesario para que las fuerzas del mal se apoderen de este mundo, es que haya un número suficiente de personas de bien que no hagan nada”.
Como si el progreso estuviera garantizado y a buen resguardo, ese es el instante en el que los espacios son ocupados por otras ideas y cuando comienza el debate resulta que los supuestos defensores de la sociedad libre no tienen nada que decir porque no se han preocupado por repasar, mantener y acrecentar las necesarias defensas.
Cada uno es responsable de su destino. Es muy cómodo endosar la culpa a otros, en lugar de dejar testimonio adecuado a las circunstancias. Lo contrario es la receta para el fracaso. Nada resume mejor la preocupación que esbozamos en estas líneas que la sabia sentencia de Johann Goethe: “Sólo es digno de la libertad y la vida aquel que sabe cada día conquistarlas”. Manos a la obra.
En todo caso, el apoyo logístico de las ideas estatistas proviene del fanatismo, es decir la cerrazón mental y la tilinguería siempre superficial que centra su atención en lo banal que naturalmente altera prioridades como las que señalamos al abrir esta nota: poner la carreta delante de los caballos y mover todas las piezas para eliminar el déficit fiscal vía nuevos impuestos y deuda creciente en lugar de encoger el aparato estatal a su misión específica característica de un mundo civilizado. Hay muchos otros ejemplos de alterar prioridades pero en esta nota nos circunscribimos a lo dicho.