La expresión, que traducida literalmente podría entenderse como una “guerra legal o judicial”, remite al uso de los procedimientos judiciales para buscar efectos políticos consistentes en beneficiar o perjudicar a determinadas personas, sean gobernantes, opositores políticos o terceros. Se manifiesta en el impulso de acciones judiciales de naturaleza penal o civil contra determinadas personas, sobre la base de argumentos muchas veces mentirosos o equívocos, con el propósito de perjudicarlos personal o políticamente.
Ello puede ser llevado a cabo por gobernantes que quieren eliminar a la oposición, o por opositores que quieren eliminar al gobernante, o por políticos que quieren perjudicar a civiles, o viceversa. Es el uso de los tribunales como campo de batalla política, pero no de una batalla desarrollada bajo reglas legítimas, sino una guerra sucia.
El “lawfare” tiene un componente doloso, la intención de utilizar el sistema legal y judicial para acaparar poder o perjudicar opositores. Eso lo distingue de otros fenómenos como el de la politización de la justicia, o la judicialización de la política, que también pueden ser perjudiciales, pero en otros sentidos.
Así, mientras los gobernantes corruptos que finalmente son investigados y juzgados judicialmente por sus delitos, invocan a voz en cuello el “lawfare” como excusa, considerándose perseguidos por sus enemigos, esos mismos gobernantes promueven denuncias, investigaciones y demandas, muchas veces con motivos inventados, para perseguir, cancelar o neutralizar a sus opositores políticos.
Esta práctica involucra un elemento de perversidad que la vuelve tan peligrosa: y es que muchas veces supone discernir entre acciones judiciales legítimas y que deberían ser impulsadas con intensidad, como las que tienen que ver con la persecución de la corrupción o el cumplimiento de las reglas destinadas a tener elecciones limpias, con otras maniobras espurias destinadas a perjudicar a determinadas personas.
Es la diferencia fundamental entre el fenómeno de la “judicialización de la política” -que también es perjudicial pero a niveles diferentes- y el “lawfare”, que es decididamente una acción dolosa criminal.
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Si observamos algunos procesos electorales contemporáneos, vemos varios ejemplos de situaciones complejas por estos motivos. Por ejemplo, en las elecciones presidenciales ocurridas en Guatemala en 2023, pudo observarse cómo se llevó la discusión sobre las candidaturas a la jurisdicción electoral hasta el último momento antes de las elecciones. Muchos candidatos fueron cancelados, no se les permitió participar en las elecciones, a pesar de que habían ya superado las etapas formales destinadas a legitimar sus candidaturas, y se encontraban en condiciones de competir. Incluso el propio partido que ganó las elecciones padeció determinadas sanciones a pesar de haber superado todos los requisitos formales exigidos en las distintas etapas de proceso electoral.
El resultado fue inesperado, y ello se debió a que el normal proceso electoral fue alterado por decisiones judiciales pocos días antes de las elecciones, cuando ya las candidaturas habían sido proclamadas.
Ello se pudo deber, o bien a un exceso de celo en los controles legales y judiciales que lleve a impugnar candidaturas hasta el día antes de las elecciones, o a maniobras dolosas tendientes a perjudicar a algunos candidatos y beneficiar a otros. La línea que separa la judicialización de la política y el “lawfare” es muy delgada, porque incluye un elemento de intencionalidad muchas veces difícil de descubrir.
Este peligro se minimiza con reglas de juego claras, con procesos de selección que impliquen mecanismos de preclusión, de modo que no puedan aparecer impugnaciones sorpresivas a último momento que permitan eliminar candidatos. Los controles legales deberían hacerse al principio, con mucho cuidado, para que quienes superan los sucesivos filtros garanticen su participación en los comicios y no pueda ser cancelado a último momento por denuncias de dudosa verosimilitud.
Pero a la par de estos problemas, aparecen sí los verdaderos casos de “lawfare”, en los supuestos de gobernantes autoritarios que enfrentan comicios eliminando opositores.
Se puede mencionar el reciente caso de Rusia, en la que Putin obtuvo una aplastante mayoría de votos ante oponentes sin sustancia, pues los verdaderos opositores fueron corridos de sus candidaturas a través de acciones legales, de amenazas de muerte, o en algún caso asesinados en forma misteriosa. Si bien el caso de Rusia supone algo más que una “guerra legal o judicial” pues involucra la violencia efectiva y la intimidación física contra los opositores, es un camino que muchos gobernantes autoritarios vienen siguiendo para asegurarse su mantenimiento en el poder.
Otro ejemplo que se puede mencionar en tal sentido es el del presidente Bukele de El Salvador, quien tras acaparar poder durante su primer mandato y manipular a las instituciones del gobierno, logró de la Corte Suprema una ilógica autorización para postularse a la reelección, cuando es claro el texto constitucional en el sentido de que ello no es posible de manera inmediata.
Un caso dramático en la actualidad es el de Venezuela. La dictadura de Chávez-Maduro, que lleva un cuarto de siglo, ha recurrido a todas las artimañas legales posibles, aprovechando su control sobre todas las instituciones del Estado, para llegar fortalecida a las elecciones presidenciales, limpiando de opositores el panorama. Esta vez, el sistema legal venezolano se las tomó contra María Corina Machado, que probablemente en elecciones limpias sería clara ganadora, y contra muchos de sus colaboradores en distintas jurisdicciones del país. El gobierno de Maduro utiliza a la ley electoral y la justicia como excusas para apartar de su camino a los principales opositores políticos.
Una característica que diferencia a una república de un régimen autoritario, es la independencia de su sistema judicial. Cuando el autoritarismo se inmiscuye en las decisiones de los jueces y los condiciona o dirige, entonces ya no hay frenos al avance del poder total. Por ello, estos mecanismos de perversión del sistema judicial al servicio de espurios intereses políticos, es tan grave para la preservación de gobiernos republicanos.
La existencia de reglas claras y jueces independientes para velar por la limpieza del proceso electoral es básico para que los regímenes constitucionales funcionen. Sin elecciones limpias no hay autoridades legítimas, ni controles posibles a sus abusos de poder.
Por ello, la histórica distinción entre dictaduras y democracias (con distintos grados de autoritarismo en las primeras y de libertad en las segundas), se va diluyendo poco a poco, en la medida en que ya no hace falta ser explícitamente autoritario para conservar el poder, sino tener la habilidad de manipular las instituciones republicanas para acaparar dicho poder, dando al mismo tiempo la sensación de republicanismo.