En 40 años nunca vi a Buenos Aires tan desierta. Ni un 25 de diciembre o un 1 de enero, tampoco en el día del trabajador. Todos los comercios estaban cerrados por completo y no se veía un alma transitar por la calle este mediodía. Mientras la gran mayoría de las personas, con el correr de las horas, contaban su experiencia con los censistas en las redes sociales, también aparecía el “lado b” de la jornada: la policía cerrando y multando los pocos comercios que osaron abrir sus puertas. La conclusión de esto también es obvia, mientras el nivel de rebeldía sea menor será proporcionalmente la mayor capacidad de fuerza represiva del Estado.
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¿Por qué no realizaron el censo un domingo? ¿Cuál es el sentido que todos los habitantes del domicilio estén impedidos de trabajar mientras que una persona conteste? ¿Por qué un comerciante no puede abrir su negocio luego de haber sido censado? Todas estas son las primeras preguntas que surgen, si pasamos por alto lo que para algunos puede llegar a ser de por sí inaceptable: la coerción detrás de la gran encuesta gubernamental. ¿Quién carajo se creen que son? ¿Por qué todo el mundo obedece? es lo que me pregunto yo.
Parece increíble que luego de tan solo un par de meses de haber revertido las nocivas restricciones de la pandemia, los argentinos decidan nuevamente obedecer sin chistar las órdenes más arbitrarias e injustificadas. Lamentablemente, si algo de libertad se asigna a cuentagotas o en cómodas cuotas, como si fuese un plan de pago, la mayoría de la ciudadanía parece estar dispuesta a comportarse como ovejas ante los caprichos del poder político.
Luego de haber recorrido aproximadamente veinte cuadras, encontré en Villa Crespo una panadería de barrio abierta, atendida por un señor mayor, que, sin saberlo, representó la única muestra de dignidad y sentido común de la Ciudad (que al menos yo haya visto). Luego de hacer la cola (que probablemente el comercio nunca haya tenido) felicité al comerciante. Con ojos cansados de luchar por la mera supervivencia, me dijo: “No me pueden prohibir trabajar”. Me emocionó. Mientras tanto, la gente que esperaba para entrar al pequeño local se mostraba nerviosa e inquieta, esperando que no caiga la policía para desbaratar la operación clandestina. No es para menos, para las primeras horas de la tarde ya se habían registrado varias clausuras en distintos puntos de la ciudad. ¿Ordenadas por Alberto y Cristina? No, por la policía de CABA, que opera bajo las órdenes de Horacio Rodríguez Larreta. Lo mismo de siempre…
Peor que en la cuarentena: la Policía obliga a comercios a cerrar x el censo. Viven en Marte. Seguirán perdiendo votos
— Willy Kohan (@willykohan) May 18, 2022
Como ya expresé en varias columnas durante la cuarentena, las experiencias recientes me hicieron cambiar de opinión en muchas cuestiones respecto a la problemática argentina. Aunque todo el daño se impulsa desde el Estado, quedó más que nunca en evidencia la nula capacidad de acción que tiene. Durante años consideré que la estructura burocrática era el enemigo a vencer en pos de la libertad de las personas. Estaba equivocado. El problema está en la cabeza de la gran mayoría de los argentinos. Es un enemigo desarmado pero peligroso, que pasa desapercibido. Está absolutamente descentralizado y es masivo.
En otro momento de mi vida me hubiese enojado con la política, con el presidente, con los funcionarios que ordenaron y coordinaron toda esta locura…y hasta con los peones que están tocando las puertas de los domicilios. Hoy me parecen hasta irrelevantes. Todos. Lo que me molesta es el renunciamiento al pensamiento crítico y al mínimo sentido del individualismo de la gran, gran mayoría. Contra lo primero se puede combatir desde el ámbito de lo político. Contra lo segundo, para un pobre mortal, puede que no haya más que resignación. Nada más que dejar testimonio. Pero, como dice el maestro y filósofo Gabriel Zanotti, hay que hacerlo, porque sí.