No hay dudas: el COVID-19 revolucionó el mundo. Sin embargo, en Argentina se vivieron muchas particularidades que dejan material para escribir una enciclopedia de psicología. La estrategia, a contramano del mundo, del encierro bobo y absoluto, con una cuarentena feroz, fue primero el apogeo y luego la condena del Frente de Todos.
Cuando la gente no iba a trabajar, pero seguía cobrando el sueldo, el “quedate en casa” fue la consigna que Alberto Fernández logró imponer con éxito. Para abril de este año, varios encuestadores decían que el presidente superaba el 80% de imagen positiva. Pero el quiebre de una economía que ya venía en decadencia y el hartazgo popular cambió absolutamente todo.
El temor a que los empleadores no puedan seguir pagando el salario (ni con ayuda del Estado), la necesidad de juntarse con los amigos, las ganas de practicar algún deporte o el simple deseo sexual para los que no viven en pareja terminó derrumbando un castillo que finalmente demostró ser de arena. Alberto quedó descolocado. En cierta manera se sintió traicionado. A pesar de conocer al electorado cambiante de su país, hasta ahora tiene inconvenientes en aceptar que la estrategia que lo hizo un todopoderoso, hoy lo haya dejado sin nada. En muchos casos, repudiado y duramente cuestionado.
La cuestionada solución rusa
De los anuncios rimbombantes sobre el virus, el Gobierno se vio obligado a desviar la agenda con desesperación. La gente ya no quiere saber nada del COVID-19, por lo que las autoridades, en lo que a la pandemia se refiere, solo pueden expresarse sobre la vacuna. Incluso, en este sentido, el ministerio de Salud tiene serios problemas. Resulta que un porcentaje no menor de los argentinos no quiere saber absolutamente nada con la vacuna de Rusia que Fernández importará. En redes sociales, mucha gente ya aseguró que no piensa dársela, y que ante obligatoriedad, comprará un certificado falso.
Lo cierto es que ni los médicos confían. La última semana visité a una médica clínica, a la que le consulté por este asunto y me dio una respuesta contundente: “Yo no me vacuno con esto ni a punta de pistola y no pienso permitir que nadie en mi familia lo haga”. Las personas que conozco que se desempeñan en el ámbito de la salud se expresan en el mismo sentido. Algo huele mal con todo esto, ya que cuando apareció en escena la famosa vacuna rusa, los epidemiólogos que asesoraban al Gobierno se esfumaron de la pantalla. Esta mañana, las autoridades aseguraron que, a diferencia de lo que dijeron en un principio, la vacunación “no será obligatoria” y que apuntan a una campaña de concientización para que la ciudadanía la adopte voluntariamente.
Existe una razón lógica por la cual las autoridades están desesperadas en aplicarle a la ciudadanía algo en lo que ni ellos confían. Cabe destacar que el mismo presidente reconoció que se negó a aplicársela, pero porque le parecía injusto ser el primero cuando hay gente que la necesita más. No le creyó nadie. No hay que ser muy mal pensado para llegar a la conclusión que, al momento de comenzar a repartir la supuesta vacuna, el Gobierno podrá dar por terminado el asunto. Lo único que necesita el peronismo es una salida elegante para decirle a la gente que puede volver a la vida de siempre.
Claro que esa normalidad está retornando de facto. Se terminaron los controles en las estaciones de metro, ya no hay inspecciones que cuiden las distancias en los restaurantes y nadie es interpelado para que muestre su “permiso” de circulación. Los ciudadanos ya hasta desafían a la policía cuando hay un llamado de atención para ponerse bien el barbijo. Lo único que quedó fueron los cuidados básicos, cierta distancia y las precauciones lógicas, que era lo razonable para el día uno. Mientras tanto, los distritos más poblados caen en número de casos. Aunque las autoridades criticaron la teoría de la inmunidad del rebaño, todo parece indicar que algo de eso hay. Al día de hoy, varios especialistas aseguran que aquellas personas que, como pedía el Gobierno, hicieron cuarentena ortodoxa, resultaron inmunodeprimidas. Por lo que, paradójicamente, terminaron siendo más vulnerables.
Caminar por Buenos Aires hoy es ver la decadencia del coronavirus. Mejor dicho, de las medidas absurdas que se tomaron para “enfrentarlo”. Ya nadie obedece absolutamente nada. La experiencia soviética curiosamente cayó como el Muro de Berlín. Para comprender este momento, y en sintonía con la fecha, estamos como en los días siguientes a aquel 9 de noviembre de 1989. Las autoridades de la Alemania Oriental siguen ahí, existen los puestos de control, pero ya nada tiene importancia. Lo que atemorizó y arruinó tantas vidas sucumbió ante el profundo e inevitable deseo de libertad.