Desde que comenzamos a desobedecer la cuarentena de Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta, ya que si fuera por ellos seguimos encerrados hasta el año próximo, los porteños fuimos testigos de una realidad dolorosa.
No decimos nada, pero nos damos cuenta. La situación es espeluznante, aunque nos sigamos haciendo los boludos. La ciudad es tierra de nadie. La indigencia, la violencia, la delincuencia y una pobreza que se torna masiva se ven como nunca antes en la historia de Buenos Aires.
Los negocios fundidos y cerrados son el refugio de gente sin techo que se multiplica a diario en las calles de la ciudad. Cada salida “permitida” al supermercado durante los meses de encierro nos mostró la degradación total de la capital de un país que supo brillar en su momento.
La apertura gradual de los comercios gastronómicos, con las mesas habilitadas en la vía pública, dejaron en evidencia lo predecible: ya no se puede comer en la calle. No hay persona que no haya sabido de alguien que sufrió un arrebato. Carteras, celulares, billeteras, todo lo que puede ser sustraído por la fuerza es el riesgo que corre cada valiente comensal.
Pero más allá de este tipo de delincuencia, hay otro denominador común que surge en los barrios de Buenos Aires que tiene lugar en la incipiente gastronomía callejera: los robos de comida. Otra postal repetida es la de personas que irrumpen en las mesas para llevarse un poco de pan, una porción de pizza o algo que puedan manotear de los platos.
El progresismo kirchnerista, que siempre habló de las “víctimas sociales” que son “arrojadas” al delito para subsistir (teoría discutible si las hay) no dice nada ante la desesperación de un número creciente de argentinos que, ahora sí, roban para comer.
Con el correr de los meses, ya son pocos los que se animan a insistir en la creación de nuevos impuestos y de más Estado para solucionar esta problemática social, que ya estalló por los aires. Solamente falta que lo podamos asumir.
La noticia de ayer sobre la muerte del oficial de policía Juan Pablo Roldán, que fue apuñalado por un desequilibrado mental, parece en la superficie no estar directamente relacionado con el desastre generado por el Frente de Todos. Locos hay en todos lados y un episodio semejante puede darse en Argentina, en Alemania o en Suecia. Pero lo cierto es que hay algo más de tela para cortar, sin lugar a dudas hay un aspecto que conecta la muerte del joven policía de 33 años con la política del kirchnerista. Al momento del ataque, el oficial, que pudo haber disparado a ultimar, dudó unos instantes y buscó tirar a las piernas. Esos segundos le costaron la vida.
Pero no hacía falta acabar con la vida del agresor en una circunstancia como la de ayer. La actual gestión terminó con el proyecto del Gobierno anterior, y de la exministra de Seguridad Patricia Bullrich, de equipar a las fuerzas con las pistolas eléctricas que generan una descarga para desarticular al atacante. El caso de ayer era ideal para esta herramienta: a vista de todos se trataba de un loco que divagaba, que cuando se acercó la policía mostró un cuchillo en señal de eventual ataque.
Para los policías la disyuntiva es terrible: dispararle y quedar a merced del progresismo político o jugarse el pellejo y poder perder la vida. Eso fue lo que pasó ayer. El enfermo mental que falleció seguramente era inimputable. Los delirantes que nos gobiernan son responsables y, en cierta manera, también mataron ayer al padre de un niño de cuatro años con sus políticas desastrosas y fracasadas. Esas que hacen de Buenos Aires y del resto del país tierra de nadie.