Antes de comenzar mi activismo político y la carrera como periodista también fui un adolescente que quería cambiar el mundo. Como mi madre tuvo el buen tino de “hacerme trabajar” en su comercio de pequeño (frase que puede escandalizar a muchos progresistas de escasa ilustración), pude evitar las tonterías socialistas en mi etapa de idealismo más puro e inocente. En lugar de pensar que los problemas se arreglaban con pedirle cosas al Estado o repartir los bienes de manera igualitaria, me volqué casi naturalmente por lo que hoy se denomina como “trabajo social”.
Al estar en contacto con conocidos que frecuentaban los templos judíos del barrio porteño de Once, algunos amigos más grandes (yo no tenía más de 13 años por entonces) me confiaron una labor que podía complementarse con mi interés de querer ayudar. Como mi madre había cometido el sacrilegio progresista de “hacerme trabajar desde chiquito” yo ya contaba con experiencia suficiente del manejo del dinero, como también del mundo de las compras y las ventas. Por lo tanto, este grupo de personas me encomendó la siguiente tarea: recorrer los negocios de la colectividad del barrio donde se encontraban alcancías para caridad (que alcanzaban cifras interesantes y muchas veces rebalsaban), para luego ir a comprar artículos que pudieran servirles a los chicos de escuelas públicas de escasos recursos. Por lo tanto, una vez al mes recolectaba el dinero, hacía las compras (mochilas, lápices, cuadernos, etc.) y luego solicitaba el apoyo logístico para recorrer los centros educativos de los barrios más humildes, donde repartía el material a chicos que lo precisaban.
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Las primeras veces que completé las recorridas me sentía increíblemente bien. A pesar de estar atravesando la preadolescencia, ya tenía las pretensiones de un burócrata profesional, que hasta se animaba a mirar por arriba a la gente sin “compromiso social”, que no colaboraba para que el mundo sea un lugar mejor. Claro que, a pesar de mi delirio, lo mío era más moral, ya que el recurso era voluntario y yo no cobraba ningún sueldo. Pero así me sentía, un súper “mini-hombre” que trabajaba para arreglar el mundo en medio de una apatía generalizada.
Sin embargo, todo eso se desmoronó muy pronto. Resulta que en mis recorridas de “seguimiento” me di cuenta de que los chicos que evidenciaban una mayor vulnerabilidad, a los que yo les entregaba los materiales para la escuela, muchas veces no estaban allí en la segunda mitad del año o al siguiente.
Consultando, me informaban que las familias no contaban con los recursos suficientes como para mandarlos a la escuela, aunque fuera pública. El baño de realidad fue un duchazo de agua fría. Las lecciones fueron varias. Pero la que resultó absolutamente fundamental fue la que me explicó, antes de los 15 años, la inutilidad del “voluntarismo”. Mientras yo me sentía bien por lo que estaba haciendo, al corto plazo me di cuenta de que era un esfuerzo que iba a un saco roto. En lugar de estar ayudando a los demás, lo único que estaba haciendo era una labor de poca utilidad, que para lo único que me servía era para sentirme bien conmigo mismo. A lo sumo, esos niños que no podían ir a la escuela, al menos contaban con lápices para dibujar en la casa. Pero en materia de escolarización, que era la finalidad del asunto, nada.
La formación en materia económica me llevó a la conclusión inevitable que dice que, para que esos padres puedan mandar a sus hijos al colegio, es necesario que sean lo suficientemente productivos como para no necesitar de su ayuda para llevar el alimento a la mesa. Así se terminó una etapa de mi vida y empezó otra, que probablemente siga teniendo la ingenuidad de querer cambiar el mundo desde otro lado. Lastima que la discusión permanente es con una clase política y una mayoría de personas (incluso votantes y funcionarios del gobierno argentino) que tienen la misma ingenuidad e ignorancia que yo a los 13 años.
Esta extensa introducción tiene como finalidad hacer una reflexión sobre la polémica del fin de semana. El diputado nacional de La Libertad Avanza, Bertie Benegas Lynch, dijo algo absolutamente lógico, que desafortunadamente fue motivo de escándalo: que no cree en la escolarización obligatoria y que, en situaciones adversas, un padre puede tener que requerir de la ayuda de su hijo en un taller, sin poder darse el lujo de mandarlo a la universidad.
No hace falta ser un historiador para recordar que el trabajo infantil existió desde que el mundo es mundo. Los únicos que tenían una infancia privilegiada eran los que formaban parte de una “casta” establecida, en un contexto de clases sociales estancas. La gran mayoría nacía pobre y moría pobre. En esas familias, los niños ayudaban a conseguir la comida para la mera supervivencia. A nadie se le ocurrió hacer ninguna ley para prohibir el trabajo infantil, ya que era algo absolutamente contrario a la realidad. Lo mismo que proponer hoy un salario mínimo de 10.000 dólares en Argentina.
Sin embargo, la irrupción del capitalismo (que en términos históricos fue anteayer) cambió todo radicalmente. La productividad se incrementó exponencialmente y el mundo invirtió el porcentual de pobreza extrema. Antes era de 95 %, con 5 % de privilegiados, mientras que ahora, a pesar de las evidentes problemáticas y desafíos, la que se redujo al 5 % es la pobreza extrema. En este contexto, ahora sí nos preocupamos como erradicarla. En miles de años, nadie pensó que esto era posible.
Por primera vez en la historia, de nuevo, recién anteayer en términos históricos, los padres estuvieron en condiciones de trabajar ellos, mientras podían mandar a sus hijos a la escuela. Desafortunadamente, todavía no todo el mundo está en condiciones de hacerlo, ya que existen bastiones donde la pobreza no solo persiste, sino que se incrementa, producto de las políticas populistas que llevaron a la Argentina al lugar que se encuentra.
Como señala Thomas Woods, cuando un grupo de bienintencionados europeos y norteamericanos consiguieron una ley en Bangladesh que prohibió el trabajo infantil (sin considerar el trasfondo económico particular), el resultado fue muy distinto al que buscaban: muchos niños entraron en el mundo de la prostitución, mientras otros se murieron de hambre.
Si uno se pone medianamente riguroso, lo que hizo el diputado Bertie Benegas Lynch, en el fondo no es ni siquiera brindar una opinión, sino comentar la realidad como es. Sin embargo, el legislador liberal hoy está siendo tildado, en el mejor de los casos como un “loquito”, y en el peor de un desalmado que está en favor de la “explotación infantil”. Un delirio por donde se le mire.
Como vemos por estas horas en las redes sociales, a veces los delirios pueden alcanzar los consensos mayoritarios. Pero mientras todos buscan tomar distancia de Bertie y esperar que se calmen las cosas, en lo personal pienso que es lo peor que podemos hacer. Hoy Argentina tiene un presidente que llegó a la Casa Rosada por decir las cosas como son. Ya hay hasta evidencia empírica que indica que dejar de lado las cuestiones polémicas, puede incluso no ser lo más conveniente como se creía. Además, lógicamente, está la cuestión moral. Yo no pienso quedarme callado cuando un diputado sufre un injusto escarmiento por decir la verdad, aunque sea contracorriente.
Si a la gente, como todo parece indicar, le indigna que hayan chicos que no puedan estudiar porque tienen que hacer un aporte indispensable a una familia carente de los recursos suficientes como para la subsistencia, en lugar de cuestionar al diputado liberal por describir la realidad, deberían hacer otra cosa: contribuir para que todas las familias argentinas cuenten con la productividad necesaria como para que los padres trabajen y los chicos no. Esto no se consigue con ninguna ley ni obligatoriedad. Se logra incrementando el capital instalado en todo el país. En este sentido, lo mejor que nos puede pasar es que a partir de 2025, el Congreso tenga muchos más diputados con la claridad conceptual de un Bertie Benegas Lynch, lamentablemente incomprendido.
Por estas horas, muchos hacen referencia a la ley 1420 del gobierno de Julio Argentino Roca, que decretó la educación “común, gratuita y obligatoria”. Sin embargo, nadie repara que esto data de 1884. Es decir, tres décadas después que Argentina se embarcara en el proceso liberal virtuoso que hizo que once años después se convierta en el país más rico del mundo. ¿Nadie se va a preguntar, por ejemplo, por qué una ley semejante no fue planteada en 1810, 1820, 1830 o 1840? Por las mismas razones que hoy no podemos imaginar un salario mínimo de 10.000 dólares, como dijimos antes.
Nadie quiere que los chicos “tengan” que trabajar por la subsistencia familiar. Absolutamente nadie. Aunque, en lo personal, yo sí estoy en contra de disociar por completo el proceso de escolarización formal del de la educación (que es mucho más amplio) y que los más pequeños tengan sus primeras experiencias mucho antes de la mayoría de edad, lógicamente en un ambiente controlado y preferentemente familiar.
Pero si vamos a buscar que se garanticen los denominados “derechos” de los más chicos, el único camino viable es el del sentido común y el crecimiento económico. No del voluntarismo. Yo lo aprendí a los 13 años.