Pocas cosas hay tan ingratas en la vida que el hecho que significa tener que suceder a un ícono irrepetible. Sin embargo, es una necesidad ineludible e inevitable. Ocurre en todos los ámbitos…llegar luego de un gran amor a la vida de alguien, realizar la secuela de una película exitosa o ponerle una canción a un mundial luego del tema de Italia 90. Se sabe de antemano que seguramente se está en la víspera de cumplir un rol, con suerte modesto, sin llenar los zapatos del pasado, pero alguien tiene que hacerlo. Así llegó Benedicto XVI a la cabeza del Vaticano y de la Iglesia Católica en abril de 2005. Juan Pablo II había sido el Sumo Pontífice más querido y popular del mundo moderno, por lo que el alemán Joseph Ratzinger sabía que esos logros no estaban al alcance de su mano.
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Claro que es justo preguntarse si eso estaba en su agenda. Dado su marco conceptual como lo conocemos, lo más probable es que generar lo mismo que su antecesor polaco no era el más importante de sus objetivos. Puede que incluso ni siquiera lo haya sido. Aunque, todavía hoy, mucha gente diga que le gustaba más Juan Pablo II que Benedicto XVI, lo cierto es que esto, si hablamos seriamente, solamente puede estar limitado a la discusión de imagen y estilo. Detrás de todas las manifestaciones doctrinarias del papa polaco, siempre estuvo el cardenal alemán.
Tras un intercambio intelectual nacido en 1977, y luego de competir en el cónclave que terminó con la elección de Karol Wojtyla como papa, Juan Pablo II lo nombra “Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe” en noviembre de 1981. Desde ese lugar, el hombre que finalmente lo sucedería en el cargo ofició como uno de sus principales asesores y consejeros. En 1986, Ratzinger estuvo al frente de un equipo en la redacción del “Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica” por pedido expreso del papa.
Aunque Juan Pablo II marcó un estilo propio y generó un cariño en el mundo que ni el estilo de cercanía de Francisco puede superar en la actualidad, en lo que refiere al legado doctrinario para la Iglesia Católica, no es posible escindir al alemán del legado del querido papa polaco.
Ratzinger tuvo que enfrentar varias injusticias a lo largo de su carrera religiosa. Si bien la más notoria fue la burda acusación del “pasado nazi” del alemán en su infancia en las prácticamente forzosas juventudes hitlerianas (lo que no merece demasiadas aclaraciones), uno de los cuestionamientos más alejados de la realidad fue la idea de su supuesto dogmatismo ciego y cerrado, a la hora de analizarlo como intelectual. Claro que “el rottweiler de Dios”, como se le dijo, era un partidario de su dogma religioso de su fe. Sin embargo, cabe destacar, que eso pertenece a una esfera separada a su labor intelectual general.
En sus años de docente, Ratzinger tuvo serios problemas con los sectores más conservadores de la curia alemana, ya que incluía en sus currículas de estudio a un buen número de filósofos y pensadores de conclusiones alejadas de la doctrina de la Iglesia Católica. Mientras que sus críticos preferían que los jóvenes estudiantes de teología se mantengan alejados de esos textos, el hombre destinado al Trono de San Pedro pensaba todo lo contrario. No obstante, el religioso estaba acostumbrado. Desde sus trabajos en la primera mitad de los cincuenta, más de una vez tuvo que enfrentar durísimas críticas internas por considerarlos “modernistas”.
Como dijimos, más allá de las cuestiones de la fe (que corresponde a un debate entre católicos y la Iglesia entre los que no me encuentro) Ratzinger fue un intelectual de fuste. Es imposible hacer una comparación con todos sus antecesores por múltiples razones, pero no sería un desatino destinarle un lugar en el podio de competencia milenaria. Lo que no se puede negar es que se trataba de un hombre mucho más culto que el argentino que llegó al cargo luego de su histórica renuncia.
En uno de los tres textos que se compilan en su libro Verdad, valores y poder: Piedras de toque de la sociedad pluralista de 1993 (publicado en español en 1995), una de sus tantísimas obras, Ratzinger comenta con total precisión “qué es el Estado”. Algo que no atañe a su ámbito religioso, pero que requiere algunos conocimientos en materia de ciencias políticas y también economía. Algo que Francisco lamentablemente no tiene. Mientras que Benedicto XVI debatía con sus alumnos de teología a pensadores y filósofos ateos y protestantes, Francisco no pudo escaparles a sus prejuicios peronistas setentistas, de la política doméstica de su país de origen.
“Podemos decir sencillamente que la tarea del Estado es mantener la convivencia humana en orden”, señala el entonces asesor de Juan Pablo II en el libro mencionado. “No es misión del Estado traer felicidad a la humanidad ni tampoco crear nuevos hombres”, dice en otro párrafo del texto. Seguramente, más allá de lo filosófico y teórico, esto tenga que ver con la idea del reino que “no es de este mundo”, sin embargo, muchos antecesores y su sucesor no comprendieron del todo esta idea.
“Tampoco es cometido del Estado convertir al mundo en un paraíso. Además, tampoco es capaz de hacerlo. Por eso, cuando lo intenta se absolutiza y traspasa sus límites. Se comporta como si fuera Dios, convirtiéndose –como muestra el Apocalipsis- en una fiera del abismo”.
Estas reflexiones, tan profundas como sencillas, son lamentablemente incomprensibles para el papa Francisco. Claro que él puede leer estas líneas (seguramente lo hizo), pero es incapaz de comprenderlas. Esto se evidencia además en el legado doctrinario de Bergoglio y en las sandeces que firmó en sus encíclicas, sobre todo en materia económica.
No se trata solamente de un tema de cultura, sino de amplitud intelectual y mínima capacidad de abstracción. En su ignorancia conceptual, el máximo representante actual de la Iglesia Católica termina emparentado y respaldando a políticos demagogos, que causan mucho mal a los ciudadanos de sus países. Sean católicos o no. Su antecesor dejó escritas sabias advertencias sobre la imposibilidad de éxito de los programas gubernamentales que Bergoglio apoya, pero el papa tiene un vicio de origen que no puede resolver.
En este sentido, el paso de Benedicto XVI a Francisco fue un claro retroceso, que perjudicó incluso a los que nada tenemos que ver con la iglesia. Todos los que padecemos el respaldo brindado de su máximo representante, que es una de las personas más influyentes del mundo.