Cada vez quedan menos. Sin embargo, varios bares de Buenos Aires todavía buscan dar la batalla ante la crisis económica, agravada y complicada por la torpeza gubernamental.
Como ya conté en varias oportunidades, por mi barrio ya no quedan. La pandemia, pero sobre todo la cuarentena peronista, arrasó con ellos, peor de lo que hace el coronavirus en un asilo de ancianos. Si uno quiere ir a tomar un café tiene que caer en alguna pizzería o en alguna cadena de las grandes marcas. Aquellos bares tradicionales, que tenían el sello del inmigrante español o italiano que lo fundó hace muchos años, por aquí ya no existen.
De paso por el microcentro, con un tiempo muerto entre dos trámites, decidí ir por un café con leche, de esos que uno no puede hacer en casa. A pesar de que estaba a contramano, me acordé de uno de mis bares preferidos, ubicado en la calle Paraná. Como una vieja película, volvió a mi memoria la primera vez que entré, seducido por el olor a café real recién molido que salía a la vereda una mañana, por lo que decidí caminar las cuadras suficientes para darme el gusto.
Llegué a las 5:00 de la tarde, horario en el que fui cientos de veces en el mundo sin barbijo, antes de marzo del año pasado. Las persianas estaban bajas y el candado estaba puesto. O había reducido su horario o había dejado de ser. No me animé a preguntar en los comercios de cercanía por el status actual del lugar. No pude. Simplemente me alejé.
En cualquier otro momento, el sin sabor del recorrido infructuoso, se hubiera manifestado en una frustración mayor. Sí, me frustro mucho por estas cosas. Sin embargo, la angustia por la situación de los bares de Buenos Aires, y el hecho de saber que por ahí no tendría la posibilidad de volver jamás, no dejó espacio para el sentimiento de berrinche, tan usual luego de mis caprichos frustrados.
Me fui a caminar por Corrientes buscando un reemplazo que sabía que no iba a ser lo mismo. Al menos, todavía en el centro hay bares. El elegido fue un boliche llegando a Talcahuano. Como suele ocurrir por estos días, pude elegir el sitio a mi gusto. Hacia una ventana, en el centro, al fondo. Aunque el bar ocupa toda una esquina, y tiene decenas de mesas, solamente una estaba ocupada. Mientras decidía mi lugar, una chica entró al establecimiento, quedando en tres el número de clientes del lugar casi desierto.
Pedí un café con leche y un tostado de pan negro de jamón crudo y queso antes de sentarme, mientras bajaba por la escalera para llegar al baño. Andaré sin barbijo por la calle, pero la cuestión del lavado de manos se me hizo carne últimamente. Subiendo desde el subsuelo, donde vi la dimensión de ese gigante en desuso, que hasta tenía “sala de pastelería”, comencé a escuchar una discusión acalorada entre dos hombres. Por lo que había visto arriba, no había chances que la misma provenga de la clientela. Ni siquiera había dos comensales masculinos como para pelearse. El conflicto tenía que ser del personal.
“¡No puedo…no tengo! Lo único que puedo hacer es vender mi casa, al menos vos podés compensar con alguna propina. Yo no tengo ni eso. No te voy a echar, mándame carta documento, haceme juicio… ¡Me chupa un huevo! ¿¡No ves que no hay nadie?!”.
No me costó más que unos instantes para comprender la situación a la perfección. El trasfondo era un reclamo salarial de un empleado a un encargado que, evidentemente, no contaba con los recursos como para cumplir sus obligaciones. Pero lo que me quedó grabado de la escena eran las dos realidades. El empleado, tranquilo, mientras decía que ya estábamos “a quince”, por lo que su sueldo ya debía estar acreditado en su totalidad, doblaba cientos de servilletas de papel que no eran demandadas por nadie. Cumplía su función como un autómata. Él estaba en su puesto de trabajo y doblaba servilletas, si no había nadie en el bar y si no se producía el dinero como para pagarle, nada de eso era su problema. “El jefe sos vos, a mí no me importa”, respondía mientras seguía con las servilletas que nadie iba a usar.
El conflicto me llevó a mirar otra cosa, en la que no había reparado cuando entré al lugar. Aunque lo que me llamó la atención fueron las dos mesas con actividad en un lugar casi desierto, el dato preocupante pasaba por otro lado. Para atender a ese número de clientes, había tres mozos y otras dos personas detrás de la barra. Todo esto sin contar la gente en la cocina y el encargado, que para tener esa discusión en su negocio delante de los clientes, debería estar absolutamente desbordado.
El debate terminó como empezó. En nada. El mozo siguió doblando servilletas, completamente disociado de la realidad económica de su fuente de trabajo, y el “patrón” bajó por la escalera. Nervioso, angustiado y en crisis. Se percibía que estaba como de rehén en su propio negocio, que se desmoronaba ante sus ojos.
Decidí bajar para intercambiar unas palabras con él. Mientras que muchos argentinos, viendo esa desagradable escena, harían una lectura de “conflicto de clases”, empatizando con el que podría ser considerado “el más débil”, mis básicos conocimientos de economía y política me mostraban otro panorama algo más amplio. Ojo, nadie está diciendo que el empleado no tenga razón ni derecho de percibir su salario en tiempo y forma. Solamente que, si se insiste en la situación actual con las imposibilidades de despido, de negociación libre de salarios entre partes y dobles indemnizaciones, que complican adecuar las plantillas a las circunstancias, tarde o temprano no habrá ni fuentes de trabajo, ni empleadores, ni comercios.
Lo encontré al hombre en un cuartito cerca de los baños, donde había ido hace unos minutos. Fumaba muy nervioso, incumpliendo otra de las tantas normativas absurdas que en teoría impiden esa actividad. El cenicero tenía más de veinte cigarrillos. Estaba al borde del llanto.
No le dije nada. Simplemente le di un abrazo al desconocido, en una escena que ya vulneraba demasiadas reglamentaciones ‘covidianas’. No tuve que tirarle mucho la lengua. Su necesidad de catarsis hizo todo. Me contó que, últimamente, es común que el lugar no haga ni siquiera lo suficiente como para cubrir los gastos del día que lleva abrir el negocio. No hablamos de proveedores ni salarios, eh. ¡Lo que sale de la caja chica durante el día, por el solo hecho de levantar la persiana!
El hombre, del que nunca supe ni el nombre, me contó que no es el dueño. Administra el lugar y maneja los números. Era un empleado como el resto, que responde al propietario, ya muy mayor y completamente alejado del negocio, que si bien últimamente no pide sus ganancias, tampoco aporta a la pérdida. Él hace tiempo que no percibe su salario y hace malabares para cumplir con los diecisiete sueldos que tiene que pagar todos los meses. En nombre de los derechos laborales y de la justicia social, no pudo adecuar la estructura en su momento, por lo que ahora quedó al borde del precipicio. Algún juicio laboral, de este empleado o de otro, seguramente sea el tiro de gracia. No se me ocurrió nada más que decir que, al menos, no arruine también su salud. Que no valía la pena. Sorprendentemente, mi abrazo y mis palabras parecieron darle algo de tranquilidad. Como que alguien entendía lo que pasaba, en medio de la locura y la irracionalidad colectiva.
Me fui de ahí mirando al presidente en la televisión que estaba encendida en el lugar. Presentaba un plan de “obras públicas” y hablaba de un país que parece que habita solamente en su cabeza.