Esta sociedad políticamente correcta en la que nos encontramos inmersos parece creer que todo se soluciona con buenas intenciones y acuerdos superficiales.
Debido a la creciente polarización y radicalización de la actual campaña política en Colombia, los candidatos se comprometieron, impulsados por ingenuos buenistas, a no proyectar odios, a argumentar y debatir, sin estigmatizar, ni impulsar pasiones humanas. A los pocos días, se inició una petición virtual para que los ciudadanos se plieguen también a tan aparentemente esfuerzo.
Ya sabemos que esas iniciativas quedarán en eso, en proyectos que nadie cumplirá. Después del acuerdo entre candidatos, igual siguen culpándose entre todos de corrupción y recordándose su pasado. Puros ad hominem. Del lado de los ciudadanos, es de esperar que el anonimato que provee Internet a todos los que destilan odio, y así lo dejan ver en la red, no sea afectado por una petición virtual.
A muchos les entusiasman estos ejercicios de reconciliación superficial. Los bienintencionados buenistas creen que todo se soluciona emulando contratos sociales y teniendo buenas intenciones; siendo muy virtuosos. Luego, como resultado de semejante superioridad moral, se consideran habilitados para hacer todo lo que critican. No es raro encontrar aquellos que critican el capitalismo, hacen sus críticas desde las comodidades que reflejan la existencia de ese capitalismo. Tampoco lo es el maltrato a aquéllos que tienen menores ingresos por parte de quienes supuestamente luchan en contra de la pobreza. Lo he visto: hablan de “justicia social”, pero le hablan feo a una persona que les sirve en un restaurante o un café. Así son. Menos raro es encontrar a supuestos defensores de la paz, atacando sin clemencia en redes, insultando, descalificando y, en la práctica, justificando delitos y violencia.
Claro que tampoco es que les interese comprender las razones de la actual virulencia de la campaña. No lo comprenderían. El debate se torna violento porque, de un lado, la política actual es un terreno fértil para el no debate y, del otro, porque la nuestra es una sociedad que rechaza el debate.
A los políticos no solo no les interesa, sino que no les conviene debatir. Ellos son vendedores de propuestas. Por ello, las maquillan y disfrazan, las tamizan y las mercadean de manera tal que sean atractivas para las mayorías. Pero para eso, no solo no se necesita, sino que puede ser problemática la aplicación del proceso de argumentación, demostración y proceso de pensamiento lógico que se requieren en un debate. El proceso lógico es particularmente problemático: allí se identifican las debilidades, tal vez no de las propuestas, pero sí de cómo lograrlas o de sus implicaciones en los objetivos socialmente deseables.
Es más, en el actual contexto político, cada vez menos se discuten modelos de sociedad (por ello, muchos políticos dicen que son anti-políticos o que las ideologías ya no existen), sino que se hacen extensos listados de planteamientos para lograr incluir a la mayor cantidad de votantes posible. En consecuencia, el desapasionamiento y la racionalidad de un debate se convierten en una traba para el ámbito político. Allí deben primar las pasiones y la cosmética de lo que se dice.
Pero no todo tiene que ver con el ámbito político. Si así fuera, no se entendería por qué los ciudadanos, muchos de ellos apoyando a un candidato, pero sin formar siquiera parte de la campaña, también se atacan entre sí y se entusiasman en el proceso.
En la sociedad colombiana, el debate no es estimulado, ni preferido ni impulsado. En general, el inicio de una discusión – sin importar el tema – puede anticipar una pelea entre personas cercanas (familiares o amigos). Puntos de vista contrarios son considerados como algo personal, como una afrenta. La contra-argumentación es considerada un ataque. Esto, sin contar con la dificultad de no solo de encontrar, sino también de evaluar la evidencia. En muchos casos, se considera que un solo ejemplo es suficiente para demostrar la validez de una aseveración, mientras que la estadística descriptiva – máximo nivel que alcanza un debate incluso académico—, es desechada porque se considera que solo se basa en “promedios” o porque los datos pueden ser “sesgados”.
Ese rechazo al debate es tan palpable en el ámbito político puesto que llevamos años en los que la misma diferencia en preferencias políticas se considera como algo inherentemente negativo. Nos encantan en Colombia los gobiernos de unidad nacional, en los que todas las agrupaciones políticas comparten las mismas visiones, no debaten, no cuestionan. Consideramos como inestabilidad de un gobierno, como algo negativo, si un Congreso no aprueba todo lo que el gobierno le presenta. Consideramos oposición como algo problemático. Luego nos preguntamos por qué en las relaciones entre ramas se dan tantos espacios de corrupción y clientelismo.
Pero, claro, en lugar de entender por qué las campañas tienden a la radicalización y a la polarización, los bienintencionados prefieren convocar acuerdos superficiales. Así hacen catarsis, se sienten mucho mejor, y pueden continuar el ciclo de comisión de los mismos errores que nos llevarán a otra campaña con las mismas características.