Las características principales de la respuesta de Estados Unidos y la OTAN a la invasión rusa de Ucrania ahora son evidentes. Además del esfuerzo liderado por EE. UU. para orquestar una campaña de guerra económica mundial para aislar y castigar a Rusia, Washington y sus aliados han adoptado una política de dotar a Kiev de armas sofisticadas para aumentar la eficacia de la resistencia militar del país. También siguen surgiendo propuestas para proveer aviones de combate de mejor capacidad a Ucrania. Además del armamento, EE. UU. y otros miembros de la OTAN están activamente compartiendo inteligencia militar con Ucrania.
- Lea también: Rusia demuestra a la ONU su «real» intención de desatar la tercera guerra mundial
- Lea también: El peligro de una guerra nuclear «es grave, es real», dice canciller ruso
El primer componente de la estrategia de Occidente ha disfrutado de una eficacia limitada, pero el segundo ha logrado un éxito considerable. Rusia ha descubierto que su “operación militar especial” en Ucrania ha ido mucho más lento y ha tenido un costo sustancialmente mayor en materiales y vidas de lo que anticipó el Kremlin. Este desarrollo ha alentado a los halcones optimistas de todo Occidente a abogar por un programa de asistencia militar aún más vigoroso bajo el supuesto de que Ucrania realmente podría ganar la guerra contra su vecino aunque este es mucho más grande y más fuerte. El senador Lindsey Graham (Republicano de Carolina del Sur) sostiene que “es posible que Putin pierda si el mundo amante de la libertad le apuesta todo a la victoria”.
Entre otros pasos, en su opinión, “apostarlo todo significa proporcionar a las Fuerzas Armadas de Ucrania ayuda y capacidades letales adicionales”.
Esta es una creencia defectuosa y potencialmente muy peligrosa que bien podría provocar una guerra nuclear. Los principales objetivos de Moscú en Ucrania son sencillos e intransigentes: obligar a Kiev a renunciar a sus ambiciones de unirse a la OTAN y, en cambio, adoptar una neutralidad legalmente vinculante, obtener el reconocimiento por parte de Ucrania de la soberanía de Rusia sobre Crimea y obligarles a aceptar la “independencia” supervisada por Rusia de las Repúblicas secesionistas de Donbas. Si el presidente ruso Vladimir Putin y otros miembros de la élite política y militar del país concluyen que la guerra en Ucrania está fracasando y que Moscú no logrará los objetivos, es probable que la respuesta del Kremlin sea muy desagradable para todos los involucrados. Una administración de Putin acorralada tendría un poderoso incentivo para intensificar el conflicto mediante el uso de armas nucleares tácticas contra objetivos militares y políticos en Ucrania.
Algunos funcionarios occidentales, incluido el director de la CIA, William J. Burns, parecen estar conscientes del peligro potencial. En su respuesta a una pregunta del ex-senador Sam Nunn (Demócrata de Georgia) el 14 de abril, Burns advirtió que la “desesperación potencial” por extraer la apariencia de una victoria en Ucrania podría tentar a Putin a ordenar el uso de un arma nuclear táctica o de bajo rendimiento. Tales armas son mucho más pequeñas que las “rompe ciudades” de varios megatones que ambas superpotencias probaron durante la Guerra Fría y que aún permanecen en los arsenales estratégicos de los EE. UU. y Rusia. No obstante, los efectos destructivos de detonar incluso armas nucleares tácticas o de bajo rendimiento serían considerables, y la importancia simbólica de cruzar el umbral nuclear resultaría monumental.
Es extremadamente imprudente buscar medidas que aumenten la probabilidad de tal escenario. Sin embargo, las políticas que están adoptando EE. UU. y otros gobiernos de la OTAN (frecuentemente presionados por elementos del establecimiento de la política exterior y los llamados medios de comunicación principales) crean precisamente ese peligro. Michael McFaul, ex embajador de EE. UU. en Rusia, sostiene alegremente que se deben ignorar las advertencias de Putin sobre el uso de armas nucleares en respuesta a la creciente asistencia militar occidental a Kiev. “La amenaza de una escalada es una palabrería”, afirma McFaul con seguridad. “Putin está mintiendo”.
Tal arrogancia podría conducir a una catástrofe. Los funcionarios durante las administraciones de George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump rechazaron las repetidas advertencias del Kremlin de que hacer de Ucrania un miembro de la OTAN, o incluso convertir a Ucrania en un activo militar de la Alianza sin ofrecer una membresía formal, cruzaría una línea roja que Rusia no podía tolerar. Claramente, la administración de Biden pasó por alto o ignoró las señales de advertencia. La operación militar rusa en curso en Ucrania es una prueba definitiva de que el Kremlin no estaba mintiendo.
Los defensores de una mayor asistencia militar occidental adoptan implícitamente la misma estrategia que EE. UU. usó contra el ejército de ocupación de la Unión Soviética en Afganistán de 1979 a 1989. Ayudar a los muyahidines afganos (especialmente dándoles misiles antiaéreos Stinger a esos insurgentes) de hecho impidió y sangró al rival de Washington en la Guerra Fría. Además, los soviéticos no escalaron ni buscaron una confrontación directa con EE. UU., por ejemplo, atacando a las fuerzas estadounidenses en Pakistán o en el Gran Medio Oriente. Los defensores de la asistencia militar intensificada a Ucrania también podrían señalar que EE. UU. no tomó represalias contra la URSS cuando Moscú suministró equipo militar a Hanoi durante la Guerra de Vietnam.
Sin embargo, existe una diferencia crucial entre esos episodios y la situación actual en Ucrania. La intervención de EE. UU. en Vietnam siempre fue una guerra (tonta) de elección por parte de Washington, pero se llevó a cabo en un país a miles de kilómetros de la patria estadounidense. Los formuladores de políticas adoptarían una locura similar en Afganistán, igualmente distante, décadas después. La situación era un poco más compleja respecto al atolladero soviético en Afganistán, ya que ese país estaba más cerca de la Unión Soviética y dentro de la esfera de influencia de Moscú. Sin embargo, Afganistán nunca fue un interés central de seguridad de la URSS. Ambas grandes potencias podrían alejarse de sus desafortunadas aventuras militares, aunque con una sensación de disgusto por un fracaso político costoso y vergonzoso.
El compromiso de Rusia con Ucrania no está ni remotamente en la misma categoría, y es muy improbable que Putin y el resto de la élite política toleren una humillante derrota militar allí. Como enfatizó repetidamente el Kremlin en los años previos a la guerra actual, Ucrania resulta de especial importancia para Rusia por razones estratégicas, económicas e históricas. Por lo tanto, la derrota no es una opción para el Kremlin.
Cuanto más fuerte y eficaz sea la resistencia militar de Ucrania, mayor será el peligro de que Rusia intensifique su ofensiva hasta el punto de utilizar armas nucleares. Una vez que se cruza el umbral nuclear, la capacidad de cualquier lado para controlar el proceso de escalada es incierta y las posibles consecuencias son horribles. Uno puede simpatizar fácilmente con las víctimas ucranianas de la agresión de Rusia. Sin embargo, la dura verdad es que una “victoria” ucraniana tan deseada por los halcones occidentales es una fantasía. Incluso el intento en curso de Occidente de impulsar las perspectivas militares de Kiev bien podría conducir a una catástrofe para EE. UU., la OTAN y quizás la raza humana.
Este artículo fue publicado inicialmente en ElCato.org
Ted Galen Carpenter es académico distinguido del Cato Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington’s Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).