Desde 2003, Argentina ignoró cuestiones básicas como las restricciones presupuestarias. Vivió una irresponsabilidad total cortoplacista financiada con emisión monetaria, ignorando que un sector privado, cada vez más languideciente, eventualmente no podría cargar más con el peso de un populismo desenfrenado.
El sentido común, las cuentas y las advertencias sobre el déficit pasaron a ser cuestiones “ideológicas”. Advertir que no se puede vivir con desajustes perpetuos pasó a ser “de derecha”. Parecía que cuando uno advertía sobre la insustentabilidad total del estatismo creciente era un “pesimista” o un “anti patriótico”, que se ofuscaba ante la innegable “felicidad del pueblo”.
Aunque se le suele achacar a las personas más necesitadas la cuestión de los “subsidios” en materia de planes y asignaciones, lo cierto es que todos los estratos de la sociedad argentina se acostumbraron al populismo. La existencia de una buena parte de la sociedad que se acostumbró a vivir sin trabajar es tan real como lo que hicieron los poderosos empresarios industriales, a los que les eliminaron la competencia internacional. La clase media también se acostumbró a pagar servicios con precios ínfimos, que desincentivaron cualquier responsabilidad de consumo. Muchos aceptaron durante años vivir en un mundo de fantasía y es momento de pagar la cuenta.
La descapitalización de la economía fue ocultada con la emisión, las tarifas subsidiadas y los precios regulados. Nos estábamos empobreciendo dramáticamente, pero no nos dábamos cuenta.
Mientras tanto, “trabajar en el Estado” se convirtió en una especie de privilegio deseado por casi todo el mundo, pero al que se accedía la mayoría de las veces por vinculaciones políticas. Un lugar de seguridad, donde todos los meses se cobra igual, sin tener que depender de las tensiones del inestable sector privado, donde hay que facturar para comer y pagar las cuentas.
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Lo curioso de la situación es que el kirchnerismo y su ejército de burócratas que llegaron a la administración pública jamás comprendieron una simple ecuación básica, la cual radica en que, tenga el tamaño que tenga el Estado, siempre debe ser más grande el sector privado, ya que es el que paga la cuenta. Sin embargo, acá este no es el caso., sino que mientras se incrementaba el aparato estatal más se hostigaba a la economía real.
Esta situación llegó a un máximo total de desconexión con la realidad durante la pandemia. En aquellos días no tan lejanos, que muchos pretenden desconocer hoy, se fomentó el “quedate en casa”, mientras los empleados públicos seguían cobrando y los privados se iban fundiendo. Hasta Sergio Massa tuvo que reconocer el impacto negativo de financiar toda esa locura con impresión de billetes.
Afortunadamente, una buena parte de la sociedad comprendió que era momento de modificar de manera drástica el rumbo. La elección de Javier Milei deja en evidencia, no solo la necesidad de un cambio por parte del electorado, sino de un timonazo radical. Es lo que el presidente está empeñado en hacer.
El momento de “pagar la cuenta” no se disfruta tanto como la cena y el vino, lógicamente. Sin embargo, es inevitable. En lugar de apuntar contra el gobierno por los “despidos masivos” (muchos de los cuales son no renovaciones de contratos), la sociedad debería hacer un trabajo más introspectivo y honesto. ¿Cuál es la solución alternativa a los problemas de nuestra economía? El kirchnerismo, no la propone. Desde la comodidad de la oposición, solamente piden “frenar los despidos”. Es evidente que no piensan apelar a la racionalidad en ningún momento.
Argentina puede seguir buscando soluciones mágicas y conseguir como resultado empobrecerse aún más. Claro que también puede corregir el rumbo y crecer en base a una sustentabilidad real. Si se apuesta por este último camino, lo único que tendría que estar en el debate hoy es la reforma laboral, para que todos los que dejan de trabajar en el Estado, puedan reinsertarse urgente en el sector privado.