
La idolatría para con el excampeón del mundo y capitán de la selección argentina en 1986, y mejor jugador del planeta en sus años de actividad, no tiene límites. Le hicieron una iglesia y le rezaron, se lo tatuaron hasta el hartazgo, le perdonaron cualquier cosa y hasta le justificaron situaciones que no valen la pena recordar ahora, pero que le hubieran causado la “muerte pública” a cualquier otra celebridad. Ni siquiera su deceso físico hizo que caduque ese manto de piedad que cubrió al 10 en vida. La pregunta “¿quién mató a Maradona?”, que hasta se pregunta la Justicia argentina, tiene que ver con esto: la negación rotunda de aceptar la idea que “el Diego” se suicidó hace muchos años.
El malogrado cuerpo de baja estatura que hizo sufrir a sus rivales en el verde césped hace algún tiempo atrás, simplemente no quería más. La autopsia reveló que sus pulmones estaban enfermos por el tabaquismo, su páncreas tenía un funcionamiento alterado, su hígado graso acusaba cirrosis, sus riñones trabajaban con insuficiencia, su cerebro confirmaba el deterioro cognitivo evidente, y el corazón, que finalmente fue el que dijo basta, además de diversas afecciones, pesaba casi un 50 % más que el de una persona medianamente sana.
No era Dios, o D10s, como escriben sus seguidores, pero definitivamente era un hombre fuerte. Muy fuerte. Un cuerpo estándar hubiera colapsado hace años. Su tobillo infiltrado en el mundial de Italia 90 ya había dejado muy en claro que era un hombre tan especial como talentoso. Pero al fin de cuentas era eso, un hombre. Y los hombres terminamos todos igual: muertos.
Es evidente que Diego Maradona no estaba siendo atendido como correspondía. Claro que las responsabilidades legales, penales y civiles, caerán sobre personas como Leopoldo Luque, quien fue su último médico, y Agustina Cosachov, la psiquiatra designada por él (y habrá que ver si está involucrado alguien más). Sin embargo, sería demasiado hipócrita limitar la responsabilidad moral en la dupla médica. No obstante, hacerlo en cierta manera exculpa a los otros responsables: quienes lo idolatraron y no quisieron ver la realidad.
Antes de los 12 días de agonía que reveló su estudio postmortem, sus últimos años fueron realmente un calvario. Y, más allá del amor absoluto y contraproducente de sus seguidores, muchos se aprovecharon del zombie, que ya estaba más allá que acá. El circo fue terrorífico. Una de las postales más tristes tuvo lugar en Venezuela, cuando Nicolás Maduro lo menciona en un acto chavista, pero Maradona no pudo devolver el saludo con rapidez. Estaba dormido y se levantó absolutamente confundido, en medio de la multitud que aplaudía.
El dislate final fue su contratación como director técnico de Gimnasia y Esgrima La Plata. Desde PanAm Post, más allá de las diferencias políticas con Maradona, lamentamos el bochornoso espectáculo que fue su presentación en público, y dijimos sin reparos, que ese hombre no estaba en condiciones de un puesto semejante. De ningún puesto en realidad. Fue lo único que se escribió en ese sentido. Todo el resto fue loas y festejos. Todos esos periodistas también son cómplices.
Ni hablar de la dirigencia de Gimnasia que sin dudas hizo negocio con su fichaje. Se dijo que era el homenaje merecido, pero los homenajes son placas, reconocimientos, celebraciones, y otras cuestiones. Como los tributos que realizaron Argentinos Juniors y el Nápoles, que bautizaron con su nombre a sus estadios. Fingir que ese señor ido, extraviado, estaba en condiciones de plantar un equipo profesional en una de las ligas más exigentes del planeta es tétrico. El “Bocha” Bochini, ídolo de Maradona en su infancia, ya no dirige a un Independiente, que lo homenajea cada vez que tiene oportunidad. Eso es respeto.
También tendrían que replantearse algo todos los otros directores técnicos que se fundían en un abrazo con Maradona, como si fueran amigos de toda la vida, antes de cada partido, así como las hinchadas rivales, que lo festejaban en cada estadio. Todo era negación, sencillamente era mentira. Todos sabían en el fondo que ese moribundo señor no estaba en condiciones de dirigir ni a un equipo infantil. Sin embargo, todos siguieron el juego. Todos callaron. Festejaban la foto con un hombre que, literalmente, ya no sabía dónde estaba parado.
Maradona se mató solo. No por sus conocidos excesos en sus años de jugador, que mancharon el final de su carrera. No será el primero ni el último que supera la adicción a la cocaína. Se suicidó con las elecciones en los últimos diez años de su vida. Con su entorno, con sus allegados, con sus negocios y apoderados…con todo. Pero, más allá de su responsabilidad definitoria y el desastroso acompañamiento médico, el amor incondicional de millones de personas en todo el mundo, que lo festejaban incondicionalmente, también hizo lo suyo.
No se puede ignorar que esa negación de fanáticos y periodistas colaboró con el trágico desenlace. Yo nunca fui “maradoniano”. Sus expresiones y negociados políticos me generaban un rechazo superior al amor por sus años de jugador, lo que no quita que le reconozca que fue el mejor. Sin embargo, tengo la conciencia tranquila. Fui el único que escribió en un artículo firmado el día que lo presentaron en su último equipo que todo era una locura infame imperdonable. Los demás… háganse cargo.