Desde el inicio de la pandemia y durante las cuarentenas que se vivieron en varios lugares del mundo, muchos economistas de formación marxista han asegurado que la explotación laboral en la era del teletrabajo, no solo mantiene las características tradicionales del supuesto abuso patronal en relaciones laborales asimétricas, sino que, incluso, todo puede ser peor. Encuentran precarización mayor por las posibilidades de contratos flexibles, competencias desleales y mano de obra barata de oferta en el exterior, además de trabajadores enloquecidos y explotados, que sufren por vivir en el lugar de trabajo, del que no pueden desconectarse.
El diagnóstico de la situación es pesimista y prejuicioso: el teletrabajo libera al empresario (inescrupuloso y avaro) de ciertos costos que le genera el trabajador en su lugar de desempeño y el empleado debe pasar una serie de perjuicios que complicarán su salud, su estabilidad mental, limitando su tiempo libre de las personas e incrementando el nivel de enajenamiento del capitalismo.
En esas cuestiones tan argumentadas desde la izquierda renuevan el conflicto de clases que describen en sus trabajos Marx y Engels. Aunque los autores contemporáneos no llaman necesariamente a la revolución armada para generar la dictadura del proletariado, que libere a los trabajadores de las cadenas capitalistas, su perspectiva llega inevitablemente a la tesis del Manifiesto Comunista. Es que, para ellos, el mercado laboral no se basa en relaciones libres y voluntarias entre las partes, sino en una relación desigual, donde hay un poderoso y un explotado, que es reemplazable, vulnerable, vulnerado y abusado.
Una de las principales características de estos diagnósticos es la visión de un futuro distópico, donde se confunden variables dinámicas con estáticas. Advierten que en el mundo que viene, las máquinas reemplazarán a muchos hombres que, en su proyección pesimista, los trabajadores tendrán que luchar más para trabajar para sobrevivir y humillarse más ante sus explotadores.
Sin embargo, la historia demostró que la irrupción de la tecnología no hay hecho otra cosa que generar una positiva destrucción creativa: mientras se destruyen permanentemente “fuentes de trabajo”, se crean más y mejores en todos los ámbitos. Más, porque se liberan recursos hacia innovaciones más productivas (que incrementan las tasas de capitalización, y por ende los salarios) y mejores, porque la gente (en las economías libres, donde coordinan sin ruido de la intervención estatal los agentes) trabaja menos.
Un ejemplo burdo podría ser que la industria de los tractores, que redujo la cantidad de hombres trabajando el campo, pero que generó más empleo que los trabajos que se perdieron. Sin contar que el trabajador que está arriba del tractor tiene una labor mucho más amena que su antecesor que araba con elementos rústicos y manuales. Que, dicho sea de paso, ya habían incrementado la capacidad de producción de sus antecesores, que trabajaban sacrificadamente con sus manos y las uñas. No hay un solo ejemplo en el mundo que vaya en dirección opuesta.
Otro de los temores de los economistas de izquierda en el nuevo universo laboral es la posible pérdida de influencia de los sindicatos, que tendrían más dificultades para intervenir en las relaciones de trabajo de gente que se desempeña desde su casa. Las mal llamadas “conquistas sociales” no pueden jamás aportar al bienestar de los trabajadores. A lo sumo pueden generar un proceso redistributivo, que mejore algunos ingresos determinados (no necesariamente los más bajos), pero a costa de la captialización de la economía en general (y de todos los salarios). Siempre que comparemos el ingreso promedio de un empleado de una economía suprimida con un colega de una economía libre, veremos que la diferencia de salario siempre es en favor del empleado de los países capitalistas.
Lo único que determina el nivel de los salarios es la capitalización de la economía. Y lo único que capitaliza una economía es el funcionamiento de un sistema de precios libres, donde los agentes coordinen para satisfacer al consumidor con mejores bienes y servicios al menor precio. El libre juego de oferta y demanda, sumado a la seguridad jurídica y al respeto de la propiedad privada hacen que, inicialmente, los capitales locales se queden en el país. También hace que capitales extranjeros lleven sus recursos para invertir en ese lugar. Ya con la economía capitalizada, el sistema de precios libres releva las preferencias de las personas para satisfacerlas y enriquecer a los emprendedores (que pueden ser dueños del capital o no), pero también corregir y sacar del juego a los que se equivocan. El sistema termina generando mejores salarios en todos los escalafones de la economía.
Como insiste Alberto Benegas Lynch (h)… ¿Por qué un pintor de brocha gorda cobra más por su servicio en Montreal que en La Paz? ¿Por la generosidad de los canadienses y el amarretismo de los bolivianos? No, porque las tasas de capitalización de la economía más rica dicen que si uno quiere pintar la casa, necesita destinar más recursos. En contraposición, los países más pobres y atrasados ofrecen analogías semejantes. Las escenas de un africano pudiente siendo abanicado por media docena de bellas mujeres a la hora de la siesta sería inimaginable en el continente europeo. No porque no existan seis españolas o alemanas que no quieran trabajar de eso. Sino porque dedicarlas a esa tarea requeriría una cantidad de recursos exorbitantes, por la cuestión de las tasas de capitalización. Aunque estos casos ejemplifican extremos, el mundo va por el medio, pero con las mismas reglas, causas y efectos.
En el punto en que estos economistas se separan del “socialismo científico” internacionalista, es en el proteccionismo que llevan en la sangre, que ahora aplican hasta con los trabajadores, además de hacerlo con las mercaderías y las fronteras. También se quejan de la posibilidad que el empresario contrate a alguien fuera del país, en lugares con aún menos legislaciones laborales y mayor flexibilidad. ¿Es que una persona de otro país no tiene derecho a ser contratada por alguien en el exterior? Ponerlo en la perspectiva opuesta da una falsa sensación de empatía con el trabajador del sitio donde está radicada la empresa, pero los fundamentos de la tesis indicarían que, por ejemplo, un argentino, no tendría derecho a trabajar remotamente para una compañía española. Eso sí que no se animan a justificarlo.
Pensar que, permanentemente, en el marco de una economía libre, los empresarios de los países ricos se van a poder servirse a perpetuidad de trabajadores remotos baratos no es más que otra falacia. Lo que pasa es que el ancla mental que tienen en Marx ni siquiera les permite ser conscientes que la libertad de entrada y salida de capitales, inevitablemente comienza a equiparar los salarios en todo el planeta. Hasta China y su nefasto modelo político autoritario pudo mejorar considerablemente los ingresos y el bienestar de las personas de la mano de una economía medianamente libre (que hoy pretenden limitar y controlar, con evidentes resultados fallidos).
Si algo dejó la etapa de la pandemia y la cuarentena, eso fue la corroboración de todas las teorías que ya se sabían desde antes. Las economías más libres, si bien sufrieron los sacudones más fuertes al principio, fueron las que primero se recuperaron. Del otro lado de la moneda está la Argentina. Ni las dobles indemnizaciones, ni las prohibiciones de despidos, ni los subsidios gubernamentales ni el incremento de poder político de los sindicatos pudo frenar la cadena de quiebras, cierres y trabajadores en la calle.
Claro que el nuevo mundo presenta desafíos que hay que discutir. Pero la historia ya demostró que lo que mejor funciona es la libertad, las relaciones libres entre las partes y la iniciativa privada como motor del crecimiento.