
Los procesos sociales y políticos que vivió Chile a contar de octubre de 2019 tuvieron —y aún conservan— un alto grado de violencia, orientada al debilitamiento de las instituciones que revisten al Estado y a la sociedad chilena. Fue en la misma época, dentro de los eventos del mal llamado “Estallido Social” cuando surgió el grito —cuyo significado es imposible precisar— de “hasta que la dignidad se haga costumbre”, un eslogan promovido por quienes participaron en las manifestaciones y disturbios para indicar hasta cuando este duraría, mismo que sería convertido en una marca de algunos medios de comunicación que fomentaron la violencia y la fragmentación social, y que se hizo el medio, a través de redes sociales, de difusión de toda clase de información así como las más falsas acusaciones sobre las supuestas violaciones a los DD.HH. que eran cometidas por los cuerpos de seguridad del Estado en el medio de tan terrible brote violento.
Rápidamente este eslogan, que supuestamente buscaba un mayor respeto a la persona por parte del Estado, y de una clase política que se había desconectado de la población; se convirtió en la patente de corso para justificar toda violencia, el cual al criterio de una amplia mayoría de quienes participaron en las revueltas, eran justificados. La persecución de la dignidad humana fue la justificación para vulnerar y atropellar los derechos al trabajo, a la vida y a la propiedad de otros, incluso para sobrepasar alegremente la moral y la más primitiva urbanidad.
En nombre de construir una sociedad, y un nuevo país, muchos creyeron imperativo destruir, quemar, arrasar e incluso, sobrepasar el más básico respeto que merece cualquier ser humano por el propio hecho de serlo. Es así, como el movimiento feminista radical propugnaba, incitaba e invitaba a la violencia contra las mujeres, que valientemente, forman parte de las fuerzas armadas, especialmente en el cuerpo de Carabineros de Chile, quienes cumpliendo con su deber de proteger a la ciudadanía y servir a la sociedad fueron víctimas de toda clase de insultos y vejámenes, e incluso de agresiones físicas que fueron aplaudidas por el feminismo izquierdista, que llegó al latrocinio de desconocer su género de mujer para justificar y aplaudir lo injustificable.
Y es que, a modo de ejemplo, en Chile jamás vimos al colectivo “Las Tesis” —consideradas dentro de los “100 más influyentes” por la revista Time”— cantar, bailar o crear una coreografía por cada una de las mujeres que fueron agredidas, perdieron sus trabajos o el fruto de su esfuerzo en el marco del mal llamado Estallido Social. Lamentablemente, para la izquierda más rancia y radical, sólo importan los hechos y las víctimas que sirven a su causa política, porque para el resto, sólo se podrá obtener la más silente complicidad.
Pero la violencia no sólo se quedó en las calles, sino que llegó al seno de las instituciones, como reflejo de lo que sucedía en la población, pues no puede considerarse de otra manera el hecho que la misma clase política —única culpable de los acontecimientos que desencadenaron el caos— entre gallos y medianoche decidiere sacrificar a la Constitución Política, y ofrecerla a la población como única responsable de la falta de seriedad de quienes han gobernado el país los últimos treinta años.
Es la misma violencia que se mantiene hasta la fecha, cuando el pleno de la Convención Constitucional decide sobrepasar la Constitución Política, aún vigente, para autodenominarse como un organismo originario, pretendiendo arrebatar la soberanía a la nación, para así no someterse a los poderes del Estado ni mucho menos a las normas que le dieron vida.
Pero este mismo “desenfreno” no está circunscrito en algunos políticos, sino que pareciere extenderse transversalmente por todos los organismos del país pues, no puede considerarse de otra manera la podredumbre que ha rebasado la institucionalidad nacional. Es así como resulta injustificable y lesivo contra la nación, que la hoy Alta Comisionada de DD.HH de la ONU, la expresidenta Bachelet, en su segundo mandato, abriere las fronteras para un tráfico de migrantes desmedido, principalmente haitianos, que llegaron engañados a Chile en busca de un nuevo “sueño americano”, y quienes hoy después de una larga caminata dejan abandonadas su cédulas de identidad chilenas en la frontera entre México y EE.UU.
Pero a esto también hay que sumar el hecho en que Bachelet, y un grupo importante de la clase política, se cuadraren cual cartel para designar a un Fiscal Nacional —máximo persecutor penal del país— que le sirviere a la medida, pues el único mérito que se le puede destacar a Jorge Abbott, hoy fiscal Nacional, es el haber silenciado, guardado bajo llave, y abandonado la persecución por el financiamiento ilegal de la política. Pero Abbott no es una excepción en el Ministerio Público chileno, pues otros fiscales han manifestado un considerable encuadramiento ideológico y han politizado su función persecutoria, siendo el caso más destacable el de la Fiscal de Alta Complejidad, Ximena Chong.
Chong, quien goza de amplio y reputado currículo como abogado, es una destacada feminista radical, al extremo de celebrar con un alto grado de complacencia la legalización plena del Aborto en Argentina, calificándolo como logro inspirador para las mujeres chilenas. Sin embargo, el feminismo y el izquierdismo radical ha contaminado su trabajo, pues resultó implacable en la persecución a un joven carabinero, que recién empezaba su carrera, envuelto en un incidente donde resultó lesionado otro joven, que participaba en hechos violentos, al caer al río Mapocho. Pero Chong ha silenciado, y guardado por muchos años en su escritorio, la participación de muchos políticos chilenos —afiliados al Partido Socialista y otros de misma corriente— en el caso OAS, y el posible financiamiento que recibió la campaña de Bachelet, en 2013, de manos de Odebretch.
Pero la violencia, el fraude y el engaño no sólo se han quedado en las revueltas callejeras, sino que ha llegado incluso a las urnas electorales. Uno de los casos más infames es del Convencional Constitucional de la Lista del Pueblo —hoy Pueblo Constituyente— Rodrigo Rojas Vade, quien hizo campaña política y recolectó fondos en base a una mentira que sólo puede tener asidero en la mayor perversidad humana: la de estar enfermo de cáncer, cuando el único mal que lo aquejaba, en realidad, era una sífilis mal tratada.
La perversidad de Rojas Vade llegó al extremo de modificar su apariencia física, rapar su cabello, cejas y barba para tener la apariencia de un paciente sometido a quimioterapia, con el único fin de sostener un engaño sistemático y generar la lastima de la población, la misma que término donándole dinero a través de rifas, y aún peor, eligiendo a este como convencional. Pero el fraude y el engaño de la ex Lista del Pueblo no sólo llega hasta allí, pues su primer antecedente vicioso, fueron las firmas recogidas para impulsar su propio candidato a las elecciones presidenciales del próximo noviembre, firmas que en su mayoría fueron autorizadas —legalizadas o reconocidas— ante un notario que llevaba más de seis meses fallecido, y que había cesado de su cargo en el año 2018.
La violencia en Chile, más allá de la aqueja a sus ciudadanos, que viven cada día más temerosos de un asalto, o de ser víctimas de cualquier ataque violento, no sólo se limita a lo que ocurre en las instituciones del Estado, sino que también se manifiesta en la cultura de la cancelación que se ha instalado en una proporción importante de la población, pues hay una clara y manifiesta necesidad en estos de arrasar y desarraigar por los medios que resultaren necesarios las bases del sistema liberal chileno, lo que ha llegado al extremo inclusive de justificar los actos terroristas, como lucha legítima de las reivindicaciones de una parte del pueblo mapuche, como reiteradamente lo hace la presidente de la Convención Constitucional, Elisa Loncón.
Chile se ha convertido en un revoltillo de focos de violencia, pues a la galopante violencia y conflictividad social, se está sumando una mayor penetración del narcotráfico en nuestro país, y a la disposición de algunos sectores políticos —no mayoritarios, pero importantes— de obtener sus fines por cualquier medio. Lamentable, pareciera que somos pocos los que advertimos, que la violencia es totalmente incompatible con la democracia y la libertad.