“El coronavirus me jodió la vida”. Esta frase no me pertenece, no podría patentarla, pero estoy seguro, sin haberla escuchado, que es una sentencia que se ha repetido millones de veces en los últimos meses por todo el mundo, en múltiples lenguas y por cientos de miles de razones.
Un hijo que perdió a su padre, un hombre que perdió su empleo y ahora debe escuchar a diario a su niña quejarse del hambre; un adulto que en unas cortas vacaciones se quedó varado en un país al que no pertenece y se ha quedado sin dinero; un adolescente que no pudo soportar la ansiedad y depresión en el confinamiento y terminó colgado de la viga del techo, una esposa que llora a diario porque su marido va al hospital a enfrentarse a ese monstruoso virus; uno, dos, tres, mil, millones de seres humanos a los que el coronavirus le cambió el curso de la historia, y no precisamente para bien.
Vivimos tiempos difíciles, tiempos que marcan hitos en la humanidad, que generan en algunos amplios espacios para la reflexión, en otros provocan desastres internos, pequeñas bombas de degeneración humana, que explotan ese lado oscuro que se había mantenido oculto durante años. Entonces surgen los episodios de violencia intrafamiliar, reaparecen las adicciones a las drogas o sencillamente los miedos e inseguridades por un futuro poco previsible se apoderan de la psique del individuo y lo sacan de sí.
En China funcionarios de un régimen totalitario decidieron silenciar a un médico que tenía la verdad en sus manos. Otros burócratas más cercanos a Xi Jinping decidieron que esto debía ser política de Estado. El mandatario los acompañó en el camino de la censura, le pidieron a los directores de la OMS, liderados por un hombre africano, que avalara sus “informaciones” para permitir el flujo de la enfermedad. De pronto murió un hombre en Italia, una mujer en España, otro ser humano más en Estados Unidos, y así los muertos fueron duplicándose, quintuplicándose a diario, hasta llegar al punto en el que toca agradecer estar vivos, aunque a los que todavía respiran el coronavirus les haya arrebatado sus sueños.
El factor catástrofe no es un medidor objetivo para evaluar la fiereza con la que el coronavirus atentó contra la vida de todos. El multimillonario que perdió un negocio de millones se compadecerá pensando que hay muchos seres humanos en el mundo que no pudieron pagar la cuota de su casa; el hombre de clase media alta pensará que él se retrasó con sus cuotas, pero hay otros que no pudieron pagar el alquiler. Ese hombre que no puede pagar el alquiler a lo mejor podrá ir a dormir donde uno de sus familiares, pero tendrá para comer, y así irá la cadena reduciéndose hasta quienes tan solo piensan que afortunadamente están vivos.
Para otros el coronavirus afectó en temas mucho más profundos y dolorosos. Para algunos, las pérdidas económicas no representan un factor importante, pero perdieron a un familiar, o quizás tan solo ese viaje para reencontrarse con sus seres queridos tras años de ausencia, o incluso la oportunidad de iniciar ese trabajo con el que habían soñado por años, la oportunidad de iniciar un nuevo proyecto de vida, dar el paso definitivo, ese escalón para crecer. Todos hemos perdido algo en estos meses. A todos el coronavirus nos jodió en algo la vida.
A mí también el coronavirus me quitó algo, pero me lo reservo, puesto que toca acudir a las máximas del ser humano para encontrar consuelo. Hay que pensar que miles han muerto, que miles no tienen para comer, que podría ser peor, y sí, siempre se puede estar peor, lo que nos lleva constantemente a la autocompasión. La autocompasión es otra forma de resistir, o quizás, la única. Pensar que el fracaso es momentáneo es un impulso. El universo está plagado de millones de seres humanos que fracasaron a lo largo de sus vidas, pero a todos siempre los mantiene en pie el sueño de la redención, eso que también conocemos como esperanza. Quien tiene esperanza quizás no alcance sus sueños, pero llegará a la vejez, habrá vivido. En los documentales, películas, novelas y libros de historia, solo conoceremos a quienes triunfan, o por lo menos, a quienes los otros consideran que han triunfado, porque el infierno de uno desde el exterior puede parecer el paraíso de otro, pero el tiempo siempre es un enigma y las oportunidades no necesariamente reconocen el momento adecuado, entonces, tan solo se van.
Un par de burócratas en China decidieron que el mundo enfermara y someter a la humanidad. Esto debe llevarnos a la reflexión: los actos de uno, dos, tres, cuatro, quizás diez individuos, pueden alterar el curso de la humanidad. Los seis grados de separación han quedado en evidencia, es la teoría del todo, donde el aprisionamiento de un médico Wuhan le ocasionó la muerte a un carpintero de Buenos Aires, donde la negligencia o complicidad de un par de científicos chinos cambió la vida de Alejandra en París, la de Diego en Santiago, la de Janis en New York, la de Tomás en Caracas y la de Bowen en Seúl.
La reflexión más importante es comprender, internalizar, que no podemos seguir haciéndonos de la vista gorda ante el totalitarismo, ante la mentira, ante el aplastamiento de las libertades, no podemos seguir permitiendo que proliferen los sistemas colectivistas, los gobiernos que anulan la verdad, pues por más que queramos obviarlo, las consecuencias nos podrán terminar estallando en la cara algún día, arruinándonos la vida, o peor aún, llevándonos a la muerte.