La cuestión de los intelectuales y su relación con el Estado es un tema tratado desde la Grecia clásica y siempre expone los mismos problemas: ¿cuál es su naturaleza?, ¿tienen algún deber moral de participar en la vida pública? O la cuestión de si los intelectuales deberían formar parte del Estado.
Muchas respuestas se han dado a estas cuestiones. En la República Platón abogaba por un gobierno de “sabios”, también durante la Edad Media la clase intelectual clerical se alió con en el Estado y su entramado institucional. Gramsci fue uno de los que trabajó más arduamente en establecer y dirigir la relación entre intelectuales y Estado, y con ayuda de sus escritos y como consecuencia de ello, las ideas comunistas arrasaron en occidente, alcanzando una clara hegemonía cultural en la intelectualidad de la época.
¿Pero qué dicen las voces críticas? Murray N. Rothbard es una de ellas, y se posiciona en una visión escéptica en cuanto a ambos entes y su vínculo entre ellos. En las siguientes líneas veremos cuáles son los argumentos que utiliza el economista americano y cuáles son las respuestas a todas estas cuestiones.
Si un ladrón viniese a robarte arma en mano, lo más lógico sería que tratases de zafarte de él y si se diese el caso, combatirlo. Pero, ¿qué pasa si otros compañeros ladrones llegan y entre zarandeos comienzan a explicarte que en realidad te está robando por tu bien, y que tu deber moral es darle todo lo que tienes en los bolsillos? Pues si extrapolamos como es debido esta situación, nos encontramos con un Estado que expolia sistemáticamente a sus súbditos mediante el uso de la violencia y se sirve de sus “compañeros ladrones”, la casta intelectual, para legitimar y asegurar su intromisión o permanencia en el poder.
Aquí es donde cabe preguntarnos, por qué existe tal relación entre casta intelectual y Estado. Pero sobre todo, de qué manera se perpetra dicha coalición criminal. La clave reside en un equilibrio, en una balanza exacta de poder e intereses.
A principios del siglo XX, el gran torero Rafael el Gallo andaba en una de esas fiestas de Madrid donde se invitaba a la gente más selecta del país. Alguien con mucho humor tuvo la genial idea de presentarle a José Ortega y Gasset. El torero con modestia, decidió preguntar a qué se dedicaba ese tal Ortega, ahí fue cuando le dijeron que era un prestigioso filósofo. El torero respondió: “¿Filo qué, ezo qué e?”, algún amable acompañante tuvo la galantería de explicarle lo que significaba dicho palabro y ahí es cuando el matador pronunció la famosa frase “Hay gente pa’ to”. Más allá de la anécdota que quedará para los anales de la historia, con esto pretendo relativizar el aporte real de nuestros intelectuales a la sociedad, o como dice Rothbard ”el valor de mercado de lo que él aporta al proceso productivo es muy reducido”.
Si nos situamos en un mercado más o menos libre donde la gente se ve retribuida según las preferencias de los agentes y lo que satisfacen a las necesidades de las demás personas, ¿vosotros creéis que Ortega y Gasset satisfizo en gran medida a Rafael el Gallo? Yo creo que no.
El mercado siempre tendrá graves problemas en crear y mantener una demanda de bienes intelectuales, sobre todo si hablamos del tipo de bienes intelectuales que suelen producir esta casta intelectual, que no suele ir más allá de piezas y sonetos para adular al gobernante de turno, y/o cábalas súper-ultra-metafísicas de difícil comprensión. Solo pues, el Estado mediante sus intervenciones arbitrarias en el mercado, consigue retribuir a dichos intelectuales con los frutos del expolio a los ciudadanos bajo el paraguas del interés común.
Este “fallo de mercado” que algunos lo llamarían, crea un gran pozo de frustraciones y ambiciones fracasadas. El intelectual que se pasa encerrado 8 horas al día entre metáforas y silogismos ve con rabia y envidia a ese camarero que con un simple bachiller consigue ganar probablemente el doble que él con sus artículos publicados en la revista universitaria de turno. La élite intelectual termina por despreciar a sus congéneres y se aleja de lo mundano, mientras flota en una ilusión de trascendencia y vive de los impuestos recolectados por papá Estado.
En conclusión, el intelectual se supeditará a las garras del Estado por dos razones: el hambre voraz de poder, nutrido por su soberbia intelectual y aún peor si cabe, la necesidad de retribución de una actividad que, en manos de un mercado implacable, en pocas ocasiones le daría para llenarse el estómago.
Una coalición no se mantiene durante más de 2000 años si las dos partes no se ven beneficiadas. Esto quiere decir que el Estado, al igual que los intelectuales necesita de dicha alianza para su subsistencia. El Estado utiliza cantidades ingentes de fondos y energía en establecer un doble rasero para con la población, en legitimar su actividad criminal. Lo podemos ver cuando, por actividades que el aparato estatal, realiza de manera común como el asesinato o el hurto, todos y cada uno de nosotros pasaríamos una temporada bien larga entre rejas. Es el poder de la legitimación.
El Estado necesita crear una aureola de legitimidad que le permita realizar sus execrables actividades sin que sus súbditos se revuelen. Aquí es donde entran en juego nuestros amigos los intelectuales, estos mismos nutren el discurso legitimador a través de técnicas y contenido que adulen al emperador y sobre todo que calmen a las masas. Sin embargo, me gustaría recalcar que no estamos frente a una batalla entre intelectuales de izquierdas contra intelectuales de derechas, ni mucho menos, aquí se trata de cómplices del estado versus escépticos del estado. Solo te invito a esperar unos años a que giren las tornas políticas y verás de qué color se teñirá la Gala de los Goya.
La discriminación negativa y positiva existen, y no hay más que escuchar sandeces como las de que “la cuota de personas racializadas en Vikings deja mucho que desear” o que el súper villano de la última temporada de La Casa de Papel sea un militar, racista y homófobo. Esto solo es una pequeña demostración de que aún me lloran los oídos escuchando a Leticia Dolera diciendo que la financiación pública de sus películas se devuelve con relato cultural.
Sin embargo y por fortuna, no siempre es así, existen por todas partes gente pensante que alza la voz libre de sobornos y banderas. Gente que piensa a contracorriente y da la batalla por sus ideas propias. Los liberales no debemos dudar en participar en el mercado de las ideas, por muy intervenido que esté, y luchar hasta por la última parcela de libertad que nos quede por conquistar. De lo contrario nos convertiremos en tácitos y serviles mamporreros del Estado.