Por: Juan García Vera
El año 2021 trae consigo un concurrido calendario electoral. Habrá una importante renovación de autoridades a todo nivel del Poder Público; el presidente de la República, senadores y diputados, alcaldes y concejales. Sobre estos últimos, parlamentarios y ediles municipales, son las primeras elecciones donde no habrá reelección continua indefinida, una antidemocrática institución que fue removida de la Constitución el pasado 2020, y que permitió tener personeros, tanto en el Congreso Nacional y en muchas Municipalidades, usufructuando del poder por casi 30 años, en un ejercicio que más allá de ser en pro del ciudadano, buscó en su mayoría, el provecho personal, lo que no es una tendencia ajena a la realidad de América Latina. La particularidad en el caso chileno es la “farándula política” como mecanismo de validación en la opinión pública a sus autoridades.
También el calendario electoral trae novedosas elecciones para el ciudadano chileno. En este caso se habla de la elección por primera vez de gobernadores regionales, que sustituirán a los Intendentes, anteriormente designados por el presidente de la República, en una clara muestra del agotamiento de la excesiva centralización que caracterizó la orgánica del poder político en Chile; así como, la necesidad de democratizar el juego político a nivel regional.
Por otra parte, también, por primera vez se elegirán a las 155 personas que redactarán la nueva Constitución del país, como consecuencia de la aplastante victoria de la opción “Apruebo” en el Plebiscito de octubre pasado.
Las candidaturas a la Convención Constitucional (Asamblea Constituyente) son diversas. La gama está constituida por personeros — así como en algunos casos personajes—, de variados sectores políticos, y no políticos como empresarios, médicos, periodistas, comuneros mapuches, líderes comunales, “rostros de TV”, y en sí, un bagaje de 1312 candidatos que, en su mayoría, no tienen idea de qué es, o cuál es el contenido de una Constitución. Han postulado sus candidaturas a este novísimo órgano, que tiene quince escaños reservados para los pueblos indígenas y además, debe tener una composición paritaria por género.
Sin embargo, la clase política chilena, desconectada y obsoleta, pretende llegar a unas nuevas elecciones repitiendo las viejas fórmulas de antaño y las mismas promesas incumplidas durante los últimos 30 años de democracia.
Los mismos que —varados en el tiempo— hacen aún las mismas ofertas electorales de campaña que se hacían en 1988, cuando el país iba a un plebiscito para decidir la continuidad del general Pinochet en el poder: igualdad, un acceso equitativo a los bienes y servicios, disminución de la pobreza y mejor distribución de la riqueza. Dichas propuestas esta vez se adornan con las banderas de la “dignidad”, la ideología de género y la necesidad de reformar el país a través de un nueva Carta Magna, sin los acuerdos ni consensos necesarios para hacer viable esta empresa.
Pero la verdad es que quienes han gobernado Chile —sus años de democracia— siguen leyendo la realidad social desde una muy acomodada posición, a través de tablas de Excel, y protocolos que burlan el más básico sentido común. Mientras tanto, la realidad de la población excede cualquier previsión estadística: una sociedad empobrecida y profundamente quebrada a nivel ciudadano y que ha renunciado a la valórica de la sana convivencia para abrazar la violencia.
El Chile que va a las urnas este 2021 es un país marcado por una profunda desigualdad, y la misma escasa voluntad de quienes hacen vida en el “servicio público” de corregir estas desviaciones. Si bien es cierto, el país goza con uno de los salarios mínimos más altos de la región, de acuerdo con su conversión al dólar americano, no es una mentira que el alto del costo de la vida es una limitante en un país donde más del 50 % población activa vive con salario mínimo (326.500 pesos chilenos, a enero de 2021, unos USD 435), y en muchos casos bajo el umbral de este.
Sin embargo, esto es algo distante para la acomodada clase política chilena, donde hay muchos, que se dan el lujo de pregonar que un salario mínimo es vasto para que una familia viva cómodamente. Irónicamente, son los ministros de Estado con una remuneración mensual aproximada de 9.500.000 pesos chilenos (29 salarios mínimos) y parlamentarios, que a regañadientes redujeron en 2020 su remuneración mensual a 7.012.838 pesos chilenos (21 sueldos mínimos) y que llevan, en un considerable grupo, vegetando en una curul hasta por 30 años, los que hoy enarbolan la bandera de igualdad y de un “Chile más justo y digno” para que la población vuelva a votar por ellos o sus coaliciones políticas, aun así atreviéndose a hacerse llamar garantes del cambio.
Estos groseros ejemplos no se quedan en las altas esferas del poder público nacional, muchas municipalidades de Chile tienen alcaldes y concejales, que alcanzan, en cuanto a sus remuneraciones, rápidamente a la aristocrática elite empresarial chilena, por sólo ocupar un cargo municipal.
Ejemplos sobran, entre ellos la alcaldesa de Maipú, la exchica reality Cathy Barriga, con una remuneración mensual de 8.786.001 pesos chilenos; o Miguel Bruna, alcalde de la comuna de Lo Espejo, la más empobrecida de Santiago, con un salario mensual de 8.775.771 pesos chilenos, promediando ambos los 27 salarios mínimos mes a mes. Sin ir más lejos, uno de los casos más insólitos de tráfico de influencia y desmanes en la administración municipal de los recursos ciudadanos, es la célebre ciudad costera de Viña del Mar, sede del famoso festival de la canción, que deja cada verano jugosos ingresos a las arcas comunales, los mismos que han sido usados en beneficio de la corte que acompaña a la inamovible Alcaldesa, Virginia Regginato, con 26 años a la cabeza de esa comuna, y la que tiene funcionarios que percibían, en sus salarios, hasta 200 horas extras mensuales, cuando la jornada semanal de trabajo, para funcionarios públicos, en Chile, bordea las 44 horas.
Tampoco es en número, menos despreciables, quienes además del enriquecimiento que les provee su renta mensual, como funcionarios públicos, han usado su cargo para hacer negociaciones, que a expensas del erario les dejan jugosos beneficios para sus bolsillos y el de sus cercanos. Casos de corrupción que van desde la aprobación, en el Congreso, de leyes más ventajosas para un sector empresarial, la compra de luminarias con sobreprecios en comunas, o bien, simular un programa de entrega de sillas de ruedas para personas con discapacidad donde, en papeles, los beneficiarios llegaron a contarse por miles, pero en la práctica no cubrió ni la primera decena, son sólo pequeños ejemplos de la triste y demoledora verdad.
Es sumamente preocupante ver cómo la democracia chilena ha sufrido un profundo proceso de degeneración, por una parte una clase política que, sin importar el color de su partido, ha usado el poder para abultar sus cuentas corrientes personales y, por otro, y no menos alarmante, una sociedad sedienta de cambios, pero que ha perdido la fe en la democracia y que, como ocurrió durante el “estallido social” de octubre de 2019, optó por la violencia para hacer escuchar la voz de un pueblo que ha soportado treinta años de burlas “en democracia”. Por esto y más, este 2021 plantea unos juegos de poder más interesantes, porque se sentarán las bases de una nueva generación que aspira construir un nuevo orden nacional… Continuará.
Juan García Vera es abogado chileno. Especializado en comercio exterior y propiedad intelectual. Ha cursado estudios de tributación internacional, política exterior de China y desarrollo de comercio exterior. Se ha desempeñado como docente en la Universidad Mayor de Chile.