Los sistemas políticos tienen pocos fines, aunque el progresismo estatista piensa que deben tener muchísimos. Los principales, la solución de los conflictos internos, el proyectar cierta confianza entre sus sujetos de que puede crear o mantener las condiciones para alcanzar sus aspiraciones, el construir un proyecto político que ampare y proteja las creencias fundamentales de la mayoría de los sujetos bajo su imperio, y muy pocas otras.
De hecho, se puede medir el éxito de un sistema político por la estabilidad que logra al cumplir eficientemente con estos fines. Por ello la monarquía hispana logro gobernar un imperio global por más de trescientos años.
Precisamente porque logró al menos aquellos tres fines. Lo que presenciamos cuando un grupo de partidarios de Trump se tomó el edificio del Congreso en Washington demostró sin lugar a duda que el sistema político estadounidense entró en una crisis de la que no hay retorno. ¿Quiénes son culpables de haber destruido la democracia más sólida de occidente? Todos los actores políticos. Quizá Trump menos que los demás. En una época en que la realidad es secundaria a los sentimientos, la prensa izquierdista se encargó de vender la idea de que el gobierno se había convertido en una dictadura fascista, racista, homófoba, xenófoba y cualquier otro epíteto que se podían imaginar.
Fox News se encargó, en cambio, de defender a Trump alabando sus acciones sin importar su verdadero valor o beneficio. El resultado fue que los medios de comunicación se convirtieron en oficinas de propaganda de los respectivos partidos políticos y vendieron la imagen de dos países diferentes que no pueden coexistir. Ambos partidos decidieron refugiarse más a la izquierda y a la derecha y de ahí surgieron Alexandria Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Ayanna Pressley, Rashida Tlaib, Jamaal Bowman y Cori Bush, todos radicales que en realidad quieren destruir el país y también los radicales que están dispuestos a morir por Trump.
El “Deep State” actuó minando las acciones del gobierno, filtrando conversaciones, reportes y simplemente retando la autoridad presidencial. Mientras tanto la desconfianza en el Estado seguía creciendo. Finalmente vinieron los saqueos y la destrucción de las ciudades que se calificaron de legítima protesta en contra del “racismo institucional” de la policía.
Poco valió que Floyd era un traficante de drogas, asaltante y violento abusador de mujeres. O que Breonna Taylor en Kentucky estaba con su novio narcotraficante que abrió fuego contra la policía. Ni que Michael Brown trató de arrebatar la pistola al policía que le detuvo por haber robado una tienda unos momentos antes. Todos eran victimas del racismo institucional y no de sus acciones delictivas. Y los saqueos se convirtieron en protestas pacíficas.
Así, el sistema político dejó ser el espacio para resolver las disputas y fue reemplazado por la acción callejera. La progresía, concentrada en los centros urbanos, temía que el Estado estaba en camino de perseguir a las personas por su raza o preferencia sexual. No veían que la sociedad que soñaban pudiese crearse dentro de los límites de la estructura política de los Estados Unidos.
Los “conservadores”, concentrados en la ruralidad, veían que el pantano de la política estaba empeñado en destruir los valores sobre las que se creó el país más poderoso del mundo. Temían el fin del “excepcionalismo” estadounidense a manos de quienes creían deberían defenderlo. Y sin embargo, a pesar de visiones tan contradictoria del proyecto político, la mayoría, con una inocencia que apena, creían que luego de los cuatro años de trumpismo, todo volvería a la “normalidad”. En verdad creían que luego de permitir y justificar la protesta callejera violenta donde se quemaban negocios y se saqueaba se podría regresar a los canales tradicionales de expresión política. Pero todo tiene un costo y el costo del odio a Trump ha sido la destrucción del sistema político de lo que no hay retorno.
Los votantes de Biden esperan, con razón, el cumplimiento de los puntos importantes de la campaña que incluyen el control de armas, la apertura de fronteras, la apertura de la economía, desfinanciar a los departamentos de policía, cambios en el sistema electoral, etc. Cualquiera de estos cambios implica la reacción, incluso armada, de la otra mitad del país. De forma que cumplir con sus ofertas de campaña implica la violencia en las calles. Por otra parte, la victoria de Biden está hipotecada al ala más radical del Partido Demócrata. Ellos no esperan solamente el cumplimiento de las ofertas de campaña, ya de por si radicales, sino ir mucho más allá en la reforma social.
De no cumplirse al menos estas ofertas de campaña habrá violencia en las calles. A diferencia de las repúblicas “latinoamericanas” que han intentado doscientos años el mismo experimento fallido de democracia representativa, los estadounidenses no tienen el carácter de tropezar con la misma piedra repetidas veces. Creo que en la siguiente década el sistema estadounidense se transformará en algo novedoso, imposible de predecir, pero no habrá marcha atrás. El camino no estará exento de graves escollos, incluso la posibilidad real de una guerra civil y la fragmentación del país. Y en el reino de la especulación, de darse tal escenario, el vacío de poder no será llenado pacíficamente por los candidatos más probables: China o Rusia.
Cae así, creo yo, el imperio. No se dieron cuenta que los bárbaros ya estaban dentro de Roma, ni siquiera a las puertas de esta. A quienes se alegran del fin del imperio debe recordárseles que los candidatos a “nuevo imperio” tiene fama de amos cruentos.
Ni China ni Rusia han sido señores bondadosos. Preparémonos entonces para someternos a un yugo más pesado del que hemos llevado o construyamos nuestra propia alternativa. Recordemos que Iberoamérica unida es una fuerza de seis cientos millones de personas y una continuidad territorial y cultural sin paralelo en el mundo. Entre las Españas de ambos lados del Atlántico y del Pacífico no solo tuvimos un pasado común, sino que también tenemos un futuro común.
Aurelio Valarezo Dueñas es licenciado en Derecho y doctor en Historia (Ph.D) por la Unversidad de Notre Dame (USA). Consultor en el Parlamento Europeo.