Las opiniones más divulgadas y compartidas del mundo de los negocios parten del enjuiciamiento a la experiencia humana de la avaricia. Imágenes provenientes del arte, el cine, la literatura, la religión y de otros ámbitos culturales, igualan a los empresarios con tramposos o, directamente, con criminales.
Si por casualidad la riqueza proviene de una herencia, el acaudalado es automáticamente catalogado como un malcriado, carente de cualquier valía personal que, en las más comunes fantasías, dilapida el patrimonio familiar por medio de decisiones impulsivas o el despilfarro en vicios.
Universalizaciones e inexactitudes
Dejando de lado a los marxistas, quienes imaginan que todo empleo privado de trabajadores es un robo, el argumento contra el libre mercado suele sostenerse en el abuso de algunos. Es cierto que hay empresarios que usan métodos delincuenciales, del mismo modo en que el fenómeno criminal puede manifestarse en diversas profesiones. Esto no quiere decir que sea lícito extender esa peculiaridad a todo el gremio.
El proceso psicológico de generalización es censurado hoy en día con vehemencia cuando se aplica a sectores tradicionalmente oprimidos, pero si se trata de dueños de empresas importa menos analizar si tiene sentido considerarlos a todos “ladrones”. En realidad, asegurar que una particularidad circunstancial describe a todos los miembros de una categoría es reductivo e injusto en cualquier situación. Lo que atañe a un subgrupo no es atribuible a la totalidad.
La comodidad de la envidia
Una tendencia en la psique a la comodidad apunta a la generalización, nuestro trabajo es ponerle límites a la misma de manera racional; sin embargo, en el caso de propietarios acaudalados, la arbitraria suposición de su perversidad constitucional se alimenta de envidia, sobre la base de suponer que, supuestamente sin merecerlo, cuentan con todo aquello que nosotros deseamos.
Decimos que esta miopía surge de asumir que los empresarios son inherentemente abusivos, tramposos o usureros; más aún, cuando la imagen que se estructura implica que han sido igualmente exitosos a cada paso de su historia, rodeados de comodidad sin sacrificio ni sufrimiento. El atractivo emocional del error ayuda a imaginar que nacieron siendo los Elon Musk o Jack Ma de los que hoy tenemos referencia.
Por esa vía, dejamos de lado a los pequeños propietarios que nos rodean, descalificando el esfuerzo y los peligros que asumen quienes empiezan vendiendo como pueden, arriesgando lo poco que tienen. La humildad del empresario surge de las innegables y espontáneas limitaciones con las que se tropieza en su propia faena.
La responsabilidad de costear los errores propios
Una de las restricciones más destacadas tiene que ver con que los desaciertos cometidos en la planificación o ejecución de su proyecto, así como la emergencia de eventos impredecibles e inconvenientes, son capaces de perjudicar fatalmente sus finanzas.
Esta fuente de humildad es tan importante que, de no funcionar del modo descrito, podemos estar seguros de que nos hallamos fuera del reino de la empresarialidad, pues querría decir que, por alguna razón, el dueño no debe enfrentar la posibilidad de su propia ruina. La base del asunto es que los involucrados enfrenten el temor ante la posibilidad de que su futuro, ahorros, familiares y allegados se puedan ver negativamente afectados por sus decisiones.
En este sentido, algunas organizaciones tradicionalmente definidas como privadas, los bancos comerciales, por ejemplo, al no estar obligados a asumir el escenario de su propia desaparición, porque saben que serán rescatados ante cualquier eventualidad, son establecimientos fundamentalmente socializados, al margen del libre mercado.
La sabiduría incomprendida de la competencia
Otro elemento de humildad proviene de la competencia activa y constante. El empresario, además de limitarse a planificar su participación en un sector económico particular y encarar la pesada y siempre presente posibilidad de quiebra, debe lidiar con un número indeterminado de potenciales competidores, así como las innovaciones e ideas que pueden quitarle legítimamente cuotas de mercado, alterar toda su estructura productiva y acercarlo a la bancarrota.
Si no enfrenta tales contingencias, estará demasiado cómodo y se parecerá mucho más a un burócrata que a un emprendedor.
Planificación y soberbia
La planificación privada es prácticamente imperativa; sin embargo, todo el sentido de la misma surge de que se restringe a cierta área, admite su falibilidad y paga directamente por sus tropiezos.
De allí que, por un tema de proporciones, de nuestra capacidad cognitiva y de la complejidad propia de ciertos fenómenos, la planificación de la totalidad de la sociedad sigue siendo una pretensión delirante.
Esta moderación, propia del mundo del intercambio, es un parámetro útil de contrastar con la prepotencia típica del burócrata, quien se supone capaz de entender todos los detalles de una sociedad y, gracias a eso, pretende controlar tanto cuanto sea necesario para conseguir un equilibrio por todos desconocido; eso sí, sin tener que costear el precio de sus errores, pues de eso se encarga “la colectividad”. Hablamos de un dilema de economía política muchas veces denunciado y expuesto, pero sistemáticamente pasado por alto.
La agenda socialista adolescente, que se mantiene activa y atrayendo voluntades en la actualidad, prefiere fantasear la humildad en el político que accede a una posición de poder, especialmente si habla su propio idioma; mientras condena, en automático e irreflexivamente, al empresario exitoso por sucumbir, supuestamente, a la inaceptable ambición. Por esta vía se estimula la clase social más peligrosa (después de la francamente criminal), que es la política, y se condena la natural búsqueda de bienestar personal.