¿Sabremos finalmente las causas del COVID-19? ¿Fue producto de un trágico e involuntario accidente, ajeno a toda voluntad humana, como todas las pestes y pandemias o las virosis que nos asuelan sistemáticamente, o, como se ha sospechado desde un comienzo, producto de una manipulación de ingeniería genética llevado a cabo en un laboratorio chino ubicado en la ciudad de Wuhan que, por razones ni investigadas ni aclaradas, escapó consciente o inconscientemente del control de sus creadores para convertirse en la más grave pandemia de la que se tenga memoria desde la llamada gripe española, de comienzos del siglo pasado?
La sola idea de imaginar que el coronavirus obedece a una estrategia de confrontación bélica, un arma biológica cuyas catastróficas consecuencias para unos —los atacados— serían beneficiosas para otros —los atacantes—, provoca horror. La impensada y temida arma biológica o “bomba solo mata gente” ya formaría parte de la realidad y la carrera hacia el apocalipsis habría dado sus primeros pasos.
Dada la inmensa, la inconmensurable gravedad de tal supuesto, extraña que las principales potencias del planeta —USA, Rusia, China, Europa—– no hayan dado una respuesta convincente a dichos interrogantes. Ni que se hayan adelantado a unirse para encontrar una solución radical y definitiva al temible mal. Que ya a estas alturas anticipa desajustes económicos globales de inmensa, inconmensurable cuantía. Y un balance en víctimas mortales solo comparables con las pérdidas en vidas de las últimas guerras mundiales.
El desafío es inédito y trasciende los límites de todos los conflictos globales del pasado. Las pérdidas atribuibles al COVID-19 solo resultan comparables con las de la peste negra de fines de la Edad Media —la bubónica, que se llevó por delante a la mitad de la población europea— y la ya mencionada gripe española, con varios millones de víctimas letales, o tal vez con las mortíferas consecuencias de las guerras de dominio colonial llevadas a cabo por el Imperio Español contra las tribus originarias de la América precolombina. Que al poner en contacto a soldados portadores de enfermedades endémicas en España y Europa, como la viruela, y para las cuales ya habían desarrollado anticuerpos, con poblaciones indígenas que carecían de los más elementales medios de autodefensa biológica, provocaron la extinción de cientos de miles de americanos, arrasando en muy corto plazo con importantes asentamientos poblacionales en América Central y Suramérica. Los millones de muertos que devastaron a México y al Alto Perú no se debieron tanto a la espada, como a las enfermedades incurables que expandieron por los llanos del México Central, las costas del Pacífico y los Andes. No había cañones, armas ni soldados suficientes como para masacrar tal cantidad de víctimas inocentes. La viruela diezmó sin derramar una sola gota de sangre.
Vivimos una pandemia de proporciones globales hasta ahora desconocidas. Nos asomamos, por primera vez en nuestras vidas, al fin de la raza humana. Si no lo detenemos a tiempo, el fin de la historia humana podría estar frente a nuestras narices.