La renuncia de un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), aparentemente por presiones del Gobierno mexicano, solo es la etapa más reciente del trayecto político del presidente López Obrador de hacerse con la mayor cantidad de poder para su uso personal. Va viento en popa su tentativa: sustituyendo al ministro Medina Mora será imposible reunir la mayoría de ocho ministros en la SCJN para cualquier cuestionamiento constitucional a sus políticas y decisiones. Ello sin necesidad de “descabezar” ni remover a la Corte, lo que habría sido una decisión política muy cara.
Esto en momentos en que las decisiones más preciadas al lopezobradorismo se encuentran en revisión, o lo estarán pronto precisamente ante la SCJN. La creación y operación de la Guardia Nacional, la Ley Nacional de Extinción de Dominio, el aeropuerto de Santa Lucía, la ley de salarios máximos, la cancelación del programa de estancias infantiles y la intención de ampliar el gobierno del recién electo gobernador de Baja California, un aliado de López Obrador son algunas de esas medidas. La remoción de un ministro adverso vino en el momento más adecuado de pura casualidad.
Nadie defiende al exministro Medina Mora. Yo no lo hago. Suficientemente grave fue su llegada a la SCJN (como premio a un aliado político por parte del expresidente Peña Nieto) como para todavía defender su probable involucramiento en temas de enriquecimiento indebido y uso faccioso de su cargo. Lo que muchos criticamos fue la forma desaseada en la que se hizo, presionándolo al usar políticamente a la Justicia en su contra y con un Congreso que renunció a sus funciones, al no exigirle a Medina Mora una fundamentación de su lacónica renuncia (del tamaño de un tuit) ni dar una amonestación al presidente López Obrador por haber aceptado la misma, ya que el cargo solo podía renunciarse por “causas graves”, como marca la Constitución. De paso, se daño aún más el decoro de la Corte.
El amedrentamiento a Medina Mora, usando a la Justicia en esa tentativa y a su familia como rehén, será una señal captada por todos los opositores y críticos del presidente López Obrador, por si no lo hubieran hecho ya en casos como la Comisión Nacional de Hidrocarburos, el encarcelamiento a Rosario Robles, el pedido de remoción al gobernador de Guanajuato, el uso político del presupuesto para silenciar a los medios de comunicación o el despido al periodista Carlos Loret de Mola. López Obrador está doblegando a todas las instancias que podrían oponérsele o criticarlo. El Congreso siempre ha sido casi totalmente suyo, hasta la abyección, ya lo había hecho con los organismos autónomos, los medios de comunicación y buena parte del empresariado. Por su parte, los gobernadores y los partidos de oposición están más atentos a ver qué le sacan al gobierno federal que en contrariarlo. Y ahora lo hizo con la SCJN.
Que el presidente pueda moldear a su gusto a la Corte, al Congreso, a los medios de comunicación, a las más importes instancias de representación social, haría sonar las alarmas en cualquier país y no sin cierta razón se hablaría allí de dictadura. En nuestro caso, ha sido una dictadura lograda sin infringir la ley en apariencia, por medios legales. Pero tienen mucho de razón quienes, hace unos días, colocaron como trending topic en Twitter el hashtag “#LopezDictador”.
Si estoy en lo correcto, la de López Obrador está siendo una dictadura legal: se reviste de legalidad, aprovechando cualquier resquicio y entretelón para presionar, intimidar y doblar. A diferencia de Hugo Chávez y sus iguales sudamericanos, no necesitó cambiar la Constitución ni remover en bloque a los otros poderes. Le bastó usar la legalidad y los instrumentos a la mano, propios de un país intervencionista y estatista como el que más.
López Obrador ha disfrazado su tentativa de centralización a ultranza del poder, afirmado que se trata de “subordinar la economía a la política”. En ese sentido, nos ha dejado en claro cómo asume el mandatario el ejercicio del poder: cree que él es la encarnación de la voluntad popular, la suma máxima y legítima de todo el poder, a fin de regresar a la etapa mítica del milagro mexicano, y que cualquier cosa que se le oponga son simples tonterías de leguleyos o malintencionados. Es el pretexto elemental de todo dictador: él debe mandar, dictar, estar por encima de todos, porque así lo obliga el bien de sus ciudadanos.
Sin embargo, al final salta la pregunta: ¿para qué fin último quiere López Obrador todo el poder? Seguramente para perpetuarse él o a los suyos en el gobierno durante el mayor tiempo posible. Pero siempre salta de nuevo la pregunta, molesta, obsesiva, pero legítima: ¿para qué? Si con el gran poder que tiene ahora no ha logrado más que el peor crecimiento económico en lustros, el mayor desempleo, la peor escalada de inseguridad y violencia de los sexenios recientes, un consumo acelerado de sus índices personales de popularidad y de la credibilidad de su gobierno, las peores expectativas y los más bajos índices de confianza entre empresarios y consumidores, al grado que los funcionarios de su gobierno llaman, desesperados, a crear confianza y optimismo aunque sea “echando mentiras”. Entonces, ¿para qué?