«Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’etterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.
[…] Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate»
—Dante Alighieri, La Divina Commedia, Canto III
Hace un año inicié con un brillante grupo una serie de lecturas y profundas reflexiones sobre la Divina Comedia de Dante, incluyendo aspectos artísticos, políticos, sociológicos y psicológicos que han dibujado un nuevo cosmos de eternas verdades que raramente, el hombre por sí solo, descubre. En esta ocasión, con cierto pesar todo aquel magnánimo andar (junto a Dante, Virgilio y esta pequeña famiglia) está por ser utilizado para fines burdos y terrenos.
De tantas conclusiones, una de ellas es que la ambición, la soberbia y la conveniencia son los tres vicios desde los cuales se edifica la invertida catedral de los miserables traidores contra la Patria. Tanto es así, que en su Comedia, Dante les da una fosa —la Antenora— en lo más profundo del Inferno, previo a las fosas de la Ptolomea y la Judeca. En esta última yacen en el río congelado Lucifer, quien traicionó a Dios, Judas, quien traicionó a Jesús y Marco Junio Bruto y Casio, quienes traicionaron a Julio César.
La fosa Antenora viene bautizada por Antenor, consejero del rey Príamo de Troya, que en vez de ser leal a su gente, volvióse amigable y permisivo con el rey Ulises, y según varios autores abrió este las puertas a los griegos para saquear Troya. Durante el asalto, la casa de Antenor fue perdonada (quien había colocado una piel de pantera colgada en el frente). Posteriormente, el traidor príncipe construyó una nueva ciudad ahí donde una vez vivió la nación que traicionó.
Extrapolando hacia menores latitudes, la traición en el Canto venezolano, podemos ver, es un espejo de las perfidias de Antenor (conveniencia), de Bruto y Casio (ambición) y de Lucifer (soberbia), las más reprendidas de toda la obra. Es tan solo ver los comportamientos del cónclave político de la MUD para notar un sentido de supremacismo moral absoluto e irrefutable, que, más que inquisitorio, reproduce las andanzas de un Califato contra cualquiera que ose pensar y discordar de las opiniones y acciones del grupete de los oh sultanes y del oh califa.
Tomemos en consideración varios comportamientos “califales” de la pandilla de la Nueva Venezuela, como por ejemplo las joyas que lanzó el nuevo catador de partidos políticos —a lo Ismael García—, Yon Goicoechea, cuando llamó de idiota a cualquiera que critique a Juan Guaidó. O la orwelliana apología a callarse y a “disciplinarse” de Charito Rojas, o la justificación de la ejecución del Capitán Arévalo por parte de Ibéyise Pacheco, o la retorcida celebración de compartir salón parlamentario con el chavismo de las tan sólo aparentes inteligencias de Elías Pino y Rafael Poleo, o el recibimiento de brazos abiertos y boca entrompada al miserable castrista de Christopher Figuera. Pero de todas —la más siniestra y reciente— fue, dada la presión de la gente, el anuncio de Guaidó sobre la aprobación del TIAR y luego el anuncio del retorno al diálogo (esta vez en las lozanas y paradisíacas costas de Barbados, auspiciadas por —¡oh, sorpresa!— Gorrín y Betancourt).
Todo esto compone el viejo y grandísimo complot contra nadie más que los venezolanos, una demostración grosera del Panem et circenses romano, una treta repulsiva de “te doy esperanza para que calles y te quito vida para aumentar la agonía”.
La traición, tras las enseñanzas dantescas, es una clara expresión psicológica, pues, —el traidor— se considera superior, más sabio y sobre todo ungido por criterios fabricados por sí mismo que lo eximen de cualquier comportamiento ético y del revés que sus acciones puedan tener, en caso de ser negativas o reprobables. Por eso vemos a esta pandilla de vicarios demócratas lanzando jabs contra toda crítica que venga.
El traidor psicológicamente no reflexiona ante la crítica; mucho menos se reprueba a sí mismo, precisamente porque cree que sus acciones son adecuadas y, de ser otra la realidad, es esta quien debe adecuarse a él, en una clara manifestación de la hübris revolucionaria. Al ser traidor, se es soberbio, se es deliberado, consciente y hasta estudioso y arquitecto de la triquiñuela (tal como todos los revolucionarios de la historia). En “virtud” de la Antenora, vemos que el traidor que sirvió de inspiración para Dante, mostró una desfachatez absurda al fundar una nueva ciudad sobre la vieja que traicionó. Así, podemos traer a colación como ejemplo, la pregunta capciosa que Guaidó hizo recientemente en un mitin: “¿Ustedes creen que yo soy pendejo?” cuando sabemos que no, no lo es, porque ningún traidor lo es.
Ahora, políticamente para que el traidor sea intocable necesita de sus anillos reproductores. Por eso, décadas se requirieron para que la masiva alcahuetería de ese trol —que en una mano lleva una flor y en la otra un mazo— llamado “periodismo militante”, catalizará la amalgamación de las consciencias de los venezolanos hasta volverlas una masa dócil a las pezuñas del consorcio ñángara que hoy se unge de sus propios fluidos para hacer callar y hacer creer al venezolano que debe dejarse pisotear, dejarse arrollar, y debe sonreír por el santo honor que le han dado al traicionarlo.
Hace par de días, Juan Guaidó dijo que no se debía perder la esperanza, y qué oportuno su zonzo comentario. El dantiano verso Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate que se lee en la entrada del Infierno, en español reza «Vos que entráis, perded toda esperanza». No es casualidad que Nietzsche, algunos siglos después en Humano, demasiado humano (1878), lanzara aquel latigazo de fuego: «la esperanza es en realidad el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre».
Ambos zarpazos nos susurran la contraseña para completar esta Comedia. Para superar este Infierno que la traición inició, mantuvo y hoy día prolonga, es necesario abandonar cualquier ilusión, cualquier esperanza que se tenga en los traidores y en sus parábolas jamás realizables, pues detrás de su verborrea y discursos embelesadores, existe la soberbia que solo se podrá satisfacer dando una puñalada en la espalda de los ávidos de libertad, una vez más.