Desde un café alejado de cualquier fatalismo, desde la ignominia infinita de conocerme por lo que soy —a saber, un portaaviones cargado de contradicciones—, lo confieso: estamos perdidos. Todos.
Y estamos perdidos porque así lo quisimos, así lo buscamos, y así —también, sobre todo así— nos lo merecemos. Nos subimos al altar de papel de nuestra soberbia y decidimos —porque fue una elección y es hora de que lo admitamos, al menos, como último acto honorable de seres, en esencia, despreciables— descreer las advertencias.
Decidimos un día que el cambio climático no era una amenaza real (pobres tontos, condenados a sí mismos). Decidimos que, como un día hizo mucho frío, las emisiones de CO2 no han aumentado drásticamente.
Nos dieron a elegir entre defender a nuestros bisnietos y defender la indiferencia de Jair Bolsonaro hacia nuestro futuro en el planeta y elegimos —y aquí no habrá quien se sorprenda— lo segundo. Porque claro, los sabelotodo de siempre, con sus múltiples doctorados en todo, decidieron —otra vez este verbo doloroso que apuñala el lóbulo frontal— que esto de las alarmas ecológicas eran, en realidad, un invento de George Soros —ellos, los antisemitas de siempre— y decidieron además que cualquier política ecológica no buscaría otra cosa que complacer a un puñado de histéricos. De “progres” como dicen muchos de estos doctores en todo. Necios. Ellos y nosotros.
El cambio climático —mal llamado “calentamiento global”— es real. Y seguirá siendo real, ¿eh?, lo comprendan los doctores en todo o no. Seguirá siendo real, con o sin Bolsonaros, con o sin chiquillas un tanto pasadas de rosca como Greta.
Los doctores en todo prefirieron reducir cualquier debate —cualquiera, he dicho— a una visión maniquea e intelectualmente pobre (perezosa, tonta) de “derecha versus izquierda”. Los doctores se dicen: “Soy de derecha, entonces tengo que defender absolutamente todas las medidas que a Bolsonaro se le antoje arrojar sobre la mesa”. Es cruel, sí, pero después de todo, ser colectivista es una de una bajeza indescriptible.
Los doctores en todo no son necesariamente malintencionados; son, etimológicamente —no crea el lector que insulto, tengo demasiado buen gusto y decoro— idiotas. Un idiota —a saber, διώτης— era en la Antigua Grecia alguien que no se interesaba en los asuntos públicos. Un doctor en todo es, sin lugar a dudas, un διώτης moderno, con Twitter.
Y acá estamos, aguantando como podemos temperaturas extremas. Quizás creamos que nos convertiremos en tardígrados, resultado de una suerte de aventura kafkiana con desenlace afortunado. Porque bueno, el “planeta se adapta”. Y sí, es cierto, quizás se convierta en Venus y siga su curso alrededor del Astro Rey. Pero dígame, ¿cuándo fue la última vez que usted habló con un venusiano? ¿Cómo andaban sus cosas? ¿Todo tranqui, amistiki?
El Amazonas arde. ¿De quién es la culpa? De múltiples gobiernos, entre ellos los de Evo Morales, Lula y Bolsonaro, que dieron rienda suelta a la deforestación. Es la culpa también de los indiferentes, de los politizados, de los fanáticos —¿sabía usted que los políticos tienen groupies? Quelle horreur—, de los tercos, de los ignorantes, de los “anti”, de los que no leen, de los que cosechan solo para su chacra, de los cortoplacistas… en fin, de los idiotas.