Imagino que la mayoría en algún momento nos hemos hecho la siguiente pregunta: ¿preferimos ser queridos, pero no respetados, o respetados aunque detestados?
¿Es, acaso, ese planteamiento maniqueo, absoluto, ineludible? ¿Las personas debemos decantarnos por una de las dos alternativas, sin opción a gozar de ambas apreciaciones? No sé. Casos hay millones; pero claramente es una cuestión recurrente. Conozco decenas de personas amadas, auténticamente queridas, pero cuyas vidas profesionales las han transformado en burdas caricaturas o, simplemente, al sonreírles a todos, prostituyeron su esencia. Otros, por el contrario, generan desprecio. Pero es un sentimiento provocado por el terror innato al talento. A nadie le gusta quien hace bien su trabajo y, sobre todo, sin la voluntad de complacer pretensiones. Digo todo esto porque de quien escribo hoy, Patricia Poleo, claramente eligió ser respetada antes que querida.
Conocí a Patricia en diciembre del año pasado. Fue hace poco tiempo, para tanto que ambos hemos atravesado, cada uno desde su tribuna (ella, por supuesto, más que yo). Nunca una relación me había costado tanto públicamente. Y está bien. Es el precio de la autenticidad. Todos quisieran que uno cediera a las presiones. Desoírlos los descoloca. Al final, lo sé, le temen a la conjunción de voluntades principistas. Cada quien con su estilo, claro; pero cada quien, asimismo, comprometido con una causa: el regreso de la libertad a Venezuela y la imposición férrea de la justicia (es decir, que pague quien delinquió; todos, sin excepción).
Sería mezquino de mi parte obviar cuánto le agradezco a Patricia. El PanAm Post contó con el apoyo de Factores de Poder en momentos de asedios de los sospechosos habituales. No solamente le agradezco ello sino, también, su labor. Y en ello quiero insistir hoy.
La única razón que motiva este texto es la ratificación constante del valor de la libertad (sobre todo, de la libertad de prensa). Hoy las aguas están calmadas, pero hace unas semanas todos querían linchar a Patricia. ¿Su delito? Ejercer el oficio. Encendieron la hoguera porque obtuvo la primicia de una historia cuando, afuera del mundillo de la política venezolana, ese submundo limitado, retrógrado y demasiado tropical, toda una hilera de medios, de los más prestigiosos del mundo, se despellejaban por ver quién lograba entrevistar de primero a Jordan Goudreau, el mercenario de la Operación Gedeón. No lo hizo Bloomberg ni The New York Times. Lo hizo Patricia Poleo. Ah, claro, pero como lo que dijo Goudreau no gustó, entonces la artillería contra la periodista.
Le han inventado tanto que aburre. La verdad es que no me importa. Al final, nadie puede rebatir su intachable trayectoria como opositora al régimen chavista. Porque muchos que esos alzan hoy su superioridad moral para criticarle tal o cual cosa, andaban en pañales cuando ya Patricia Poleo decía que lo que enfrentábamos era una dictadura que jamás dejaría el poder por las buenas. Pero a ella es a la que pretenden empalar, no a la que aún defiende el legado del muerto.
Ha cometido sus errores, por supuesto. Verbigracia, elogió el golpe de Hugo Chávez a Carlos Andrés Pérez. Yo mismo se lo discutí en persona. Sé que no es un tema que le avergüence o del que tenga pudor de hablar. En lo absoluto. Defiende, argumenta y explica sus deslices a quienes los esgriman. Allí está por ejemplo su intensísimo debate con Daniel Lara Farías. No hay mayor gesto de libertad y autenticidad en una plataforma que ese episodio. Lo valoro y lo reivindico.
Patricia Poleo es insoportable. Su estilo, el tono y el empeño (¡ah, su terquedad!). Comprendo que algunos la detesten tanto. A diferencia del noventa y nueve por ciento de quienes se llaman periodistas y nacieron en Venezuela, ella no entró al oficio para hacer amigos. Lo contrario, de hecho. Y ese es, al final, su gran valor. Nada tiene más mérito que un periodista incómodo e insoportable para todos por igual. Por eso está ella todas las tardes en su canal de YouTube. Para eso habla y escribe. Para irritar y mortificar a quienes hay que irritar. A quienes se lo merecen. De un bando y del otro. Porque el compromiso con la libertad conlleva la odiosa tarea de decir la verdad. Y ella lo hace insoportablemente.