No hay dudas de que la intervención del mandatario argentino, Javier Milei, fue la más importante en el Foro Económico Mundial. En Argentina, sus partidarios celebraron sus palabras, pero sus críticos fueron lapidarios. Consideraron que se trató de un discurso “arcaico”, para otro momento.
En materia de ciencias sociales, las definiciones son, lógicamente, más amplias que en las ciencias duras, donde el significado de un átomo o una partícula es inapelable. En la actualidad, hay autodenominados socialistas que no descreen de la propiedad privada y autopercibidos liberales que consideran que es rol del Estado generar, por ejemplo, mecanismos de redistribución secundarios al proceso de mercado. Claro que, en pos de la seriedad del argumento, cada uno debería poder justificar su perspectiva.
Más allá de estas cuestiones, para que las definiciones tengan algún tipo de sentido –sino sería imposible la comunicación básica de los seres humanos- uno no puede darle el contenido que desee a las palabras. En un marco mínimo, podemos denominar al socialismo como el conjunto de ideas colectivistas, que pueden ir de la planificación centralizada total, hasta la convivencia con un sector privado regulado, con impuestos progresivos y políticas denominadas redistributivas. En este universo, que busca por sobre todas las cosas la “igualdad”, ese proceso se hace mediante la ley.
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De la vereda de enfrente, podríamos acordar que el universo liberal tiene como piedra fundamental la libertad individual. Aquí también tenemos diferentes matices, ya que el pensamiento libertario puede ir desde el anarcocapitalismo hasta el liberalismo clásico, donde el sector privado convive con un Estado, que, a diferencia del socialismo, no busca la igualdad, sino la protección de los derechos individuales, para que cada uno busque su propio modelo de vida. Aquí la única igualdad que existe es ante la ley o no mediante ella.
A pesar de la distancia en la teoría, en la mayor parte del siglo XX (entre 1917 y 1989) el mundo vio competir a ambos modelos en el marco de la Guerra Fría. Con el desastre soviético y la caída del Muro de Berlín, en grandes rasgos, la discusión debería haber quedado saldada. Ayer, los críticos de Javier Milei señalaron que su discurso no eran compatibles con el mundo actual, ya que retrotraían a esos tiempos, donde medio planeta estaba bajo las garras del socialismo.
Luego de lo que generó el discurso de Milei, se abren varias preguntas en el marco de la discusión entre sus detractores y críticos: ¿Está muerto el socialismo? ¿Es una amenaza para Occidente en la actualidad? ¿Somos víctimas, sobre todo los argentinos, de la vigencia de las ideas colectivistas?
Los que compartimos y suscribimos el discurso de Milei ayer tenemos claro nuestras respuestas; sin embargo, para que el debate sea más fértil y constructivo, es necesario fundamentarlo. Del otro lado se han limitado a decir que el discurso fue demodé y que el país estuvo pésimamente representado por un fanático. Pero no han argumentado absolutamente nada para fundamentar esta posición.
Dicen que los que ganan la guerra escriben la historia. Pero la democracia liberal y la economía de mercado son sistemas que no escriben, a pesar de sus probados beneficios. En cambio, los burócratas que gozan de los privilegios del poder, sí. Lamentablemente (al menos hasta ahora, donde el discurso de Milei pudo haber sido la primera etapa “contrarrevolucionaria”) la batalla cultural la ganó el socialismo.
Una muestra de la influencia del colectivismo en la actualidad es que el nacionalsocialismo alemán sea repudiado por todo el mundo (con lógica razón), mientras que el socialismo proletario es reivindicado moralmente, hasta en la mayoría de los centros del mundo. A pesar que el segundo se haya cargado entre 10 y 15 veces más vidas humanas que el primero.
Este proceso es el resultado de un trabajo de décadas, que pudo sí haber empezado durante la Guerra Fría. El exespía y desertor soviético Yuri Bezmenov reconoció en los ochenta que la URSS le dedicó mucho más tiempo, dinero y recursos humanos a la infiltración ideológica socialista en Estados Unidos y Occidente. Puede que esta infiltración de subversión cultural haya tenido más éxito que la Unión Soviética en sí, ya que la visión socialista tiene influyentes partidarios en las democracias occidentales en las escuelas, universidades, medios de comunicación y credos religiosos. Tan fuerte y exitoso ha sido este proceso, que las premisas marxistas aparecen hasta en curas y rabinos, a pesar de la opinión del padre fundador del “socialismo científico” sobre las religiones, las que consideraba como “el opio de los pueblos”.
A pesar de la caída de la URSS, el que niegue que las premisas fundamentales que dieron razón de ser al comunismo real tienen absoluta vigencia, está mirando otra película. Cabe destacar que este drama no es exclusivo de Argentina. En España, la “igualdad” tiene hasta su propio ministerio, bajo un gobierno (del Partido Socialista) que estuvo largo rato en alianza con un espacio que se reivindica como comunista (Podemos). Si algo evitó que la tragedia sea total para los españoles, esto fue la pertenencia a la Unión Europea y el euro como moneda, lejos de la discrecionalidad de un Pedro Sánchez, que hubiera hecho destrozos con sus propias pesetas.
Ejemplos como el de Colombia y su fallido gobierno actual sobran en el mundo, sin caer en el extremo venezolano del que ya escribimos más que suficiente. Hasta en Estados Unidos se escuchó en más de una oportunidad al presidente actual insistir con la necesidad de los impuestos progresivos, que no son más que una recomendación del mismo Karl Marx, que tenía como finalidad “despojar de modo progresivo a la burguesía”.
Es necesario reparar un instante en esta cuestión del impuesto progresivo, ya que suele ser defendida con base a una mentira. Para implementarlos, se le suele preguntar a la ciudadanía si es justo o no que los ricos paguen más impuestos que los pobres, lo que suele tener una respuesta clara en la sociedad. Sin embargo, el flat tax (carga impositiva de preferencia de los liberales y única compatible con la igualdad ante la ley) ya hace que las personas de mayores recursos paguen más impuestos. Supongamos que el gravamen es de 10 %. El que gana 10 paga 1, el que gana 100 paga 10, el que gana 1000 paga 100 y el que gana 1000000 paga 100000. Es decir, el rico siempre paga más que el de menores ingresos. Sin embargo, este modelo no altera las posiciones relativas y sigue incentivando a la creación de riqueza. En cambio, el impuesto progresivo dice que el que gana 10 paga el 1 %, que el que gana 1000 paga el 10 % y el que gana 1000000 paga el 50 %. Este esquema, que produce “exiliados fiscales” daña considerablemente a las sociedades, ya que las descapitaliza. A esto se refería Milei ayer cuando habló de los ministerios inútiles (como el de la Mujer) que se financian con la voracidad fiscal de Estados quebrados, a los que nunca les alcanzan los recursos. Detrás de todas iniciativas, siempre está presente el horizonte moral de la igualdad socialista, aunque no se exhiba como estandarte el martillo y la hoz.
Volviendo a nuestra región, es imposible separar el éxito político del colectivismo con la estrategia planteada por el Foro de Sao Pablo, que tuvo entre sus principales figuras al actual mandatario de Brasil. En los documentos de estas reuniones, el socialismo moderno se planteó abiertamente la reformulación del sujeto revolucionario del comunismo original, por nuevas figuras de identificación para los latinoamericanos. El obrero proletario ya no podía ser la piedra fundamental de la aventura colectivista, ya que el capitalismo de libre mercado dejó en evidencia que un trabajador norteamericano vivía mucho mejor que su equivalente soviético, al momento del derrumbe de la URSS.
Allí se establecieron nuevas luchas como la de la mujer, los homosexuales, los pueblos originarios, minorías raciales y el ambientalismo. Claro que todo esto está enmarcado en la tradicional hipocresía socialista de siempre. En Occidente, las mujeres, los gays y las diversas minorías fueron garantes de derechos igualitarios ante la ley mucho más que en el universo soviético, que, además contaminó durante su existencia mucho más el medioambiente que las potencias capitalistas, que fueron mejorando sus procesos de producción de la mano del sistema de precios y mercado.
Todos estos sujetos de la “nueva lucha” son la excusa mentirosa de una agenda política actual y vigente que, le digan como le digan, tiene la finalidad de la concentración de poder en manos del Estado y la reducción de autonomía individual ante la burocracia.
Si los críticos de Milei, que aseguran que ayer hizo el ridículo en Davos, desean dejar de lado el término “socialismo”, está bien. Lo que no pueden apartar del debate son las causas que llevan a ese modelo económico al fracaso y su vigencia, en mayor o menor medida, en países como la Argentina.
Pocos años después de la revolución bolchevique, cuando el mundo miraba con expectativas los primeros resultados del experimento soviético, Ludwig von Mises advirtió con precisión quirúrgica que este estaba condenado al fracaso. Anticipó que la eliminación de la propiedad privada traería consigo la supresión de los precios de mercado. Para el pensador austríaco, este es el único coordinador de la economía y los agentes sociales. Su tesis fue que sin propiedad no había precios. Sin ellos, el colapso total de la economía estaba asegurado. Así sucedió, al pie de la letra. Al día de hoy, los socialistas siguen buscando hipótesis ad hoc para justificar un modelo que no falla en la práctica (como la mayoría en Occidente cree), sino que tiene su error fundamental en la teoría.
Si el siglo XX dejó como enseñanza que la planificación centralizada, con el Estado como dueño de “los medios de producción” fue un fracaso, que terminó en las más sanguinarias dictaduras, las primeras dos décadas del 2000 ya enseñaron otra cosa. Si la supresión de la propiedad elimina las señales que emiten los precios, la sobrerregulación sobre la misma termina generando otros problemas: las distorsiones que descapitalizan la economía, generando pobreza y aumentando los índices de miseria. Los dolores de cabeza que atraviesa la economía argentina hoy tiene mucho que ver con la reinstauración de los precios relativos. ¿A quién se le ocurre que un boleto de autobús salga cuatro o cinco veces menos que una medialuna en una panadería? Así está toda la economía actualmente y la transición no será nada sencilla. El estatismo híperegulador del kirchnerismo generó desincentivos económicos, planteó cambiar los precios de mercado por “precios justos” y limitó a las personas a que puedan hacer uso libremente de su propiedad. El que no le quiera llamar “socialismo” a este modelo está en su derecho, pero al menos, en pos de la honestidad intelectual, debería discutir las consecuencias concretas del modelo en cuestión. Si se hace eso, el nombre es lo de menos. Sin embargo, no lo hacen. Se limitan a decir que Milei combate en su discurso con enemigos imaginarios, sin analizar el desastre que dejaron, sus causas y consecuencias. Es que, si lo hacen públicamente, se llegaría de forma inequívoca a una sola conclusión: que, a pesar de como quieran denominar al conjunto de ideas que nos llevó hasta acá, la única solución posible para revertir la situación se encuentra en la receta del capitalismo de libre mercado.