Las redes sociales hoy en Argentina son un hervidero. Una vez más, el debate sobre la Educación Sexual Integral (ESI) volvió al centro de la escena. Por un lado, hay muchos argumentan que es necesario eliminarla, ya que es una herramienta supuestamente utilizada por los voceros de la “ideología de género”, para pervertir a los niños. Del otro están los que tratan de trogloditas a los “conservadores” que están en contra —también supuestamente— de que los infantes aprendan a utilizar un preservativo y a conocer los riesgos de las enfermedades de transmisión sexual. Como suele ocurrir con los debates políticos, la cuestión es bastante más compleja y merece una reflexión un poco más profunda.
- Lea también: El conflicto mapuche en Argentina ya es una amenaza terrorista
- Lea también: La extrema derecha imaginaria de la socialdemocracia adolescente
Para empezar, es necesario insistir con una particularidad que se suele pasar por alto y es el grave error de asociar la educación al proceso escolar formal. Lamentablemente, muchos padres “depositan” a sus hijos en las escuelas y delegan la “educación” en los maestros y profesores. Esta nefasta actitud atraviesa todos los estamentos sociales: ocurre tanto en las más precarias escuelas públicas, como en los selectos establecimientos de la alta sociedad. Muchos padres argentinos se han desentendido de la educación de sus hijos, mientras deberían ser ellos los principales educadores.
La formación escolar debería ser complementaria y hasta secundaria en términos de importancia. Los maestros pueden enseñar a sumar, restar, conjugar los verbos o que sus estudiantes aprendan las capitales del mundo, pero la dificultad radica en transmitir los valores necesarios para afrontar la vida. Eso se aprende en la casa y la mayoría de veces desde el ejemplo.
No es excusa la necesidad de tener que trabajar o los pocos recursos económicos que una familia pueda tener. En lo personal, cuando yo no me encontraba en la escuela primaria, estaba viendo trabajar a mi madre. De pequeño me quedaba dormido entre las telas de la mesa de corte y confección y desde la más temprana edad me empapé con el comercio, la igual que con el mundo real. Eso también fue educativo, incluso más valioso que los contenidos que estudié de memoria para los exámenes que aprobé y luego olvidé por completo. Muchos padres cuestionaban por entonces mi educación familiar, ya que consideraban una aberración que mi madre me hiciera atender su negocio con ella, “cuando debería estar jugando”.
La gran mayoría de sus hijos, hoy adultos como yo, no han sabido “rebuscárselas” fuera de un trabajo en relación de dependencia. Mis herramientas han sido mucho más versátiles y lo aprendido, por entonces, me ha servido también para desempeñarme en el ámbito profesional formal. Y fui criado por una mujer sola, a la que no le sobraba absolutamente nada, pero me brindó una educación excelente. Siempre pensó que la escuela, para lo único que servía era para aprender lo básico “y tener el título”. Tenía razón. La educación pasa por otro lado y los padres que traen hijos al mundo deberían saberlo muy bien.
Cuestionar la educación sexual es una aberración. Nadie en su sano juicio debería negar la posibilidad que los chicos tengan acceso a la información necesaria en materia de salud sexual, para contar con las herramientas básicas al momento de la adolescencia. Sin embargo, de reconocer la necesidad de la existencia de la educación sexual a pensar que es lógico que exista una materia obligatoria, con los contenidos fijados por los burócratas estatales y los sindicatos docentes, hay un largo tramo.
Como dijimos, puede haber educación sexual fuera del ámbito escolar por parte de los padres y las familias. Claro que también puede existir alguna materia complementaria dentro del proceso de escolarización. Sin embargo, aquí comienzan las cuestiones a las que hay que echar lupa.
Para empezar, la materia “educación sexual”, como todas las otras, no deberían formar parte de ninguna currícula obligatoria. En nombre de la enseñanza, lo primero que habría que hacer es eliminar la existencia de los nefastos “ministerios de Educación”. Imponer un modelo coercitivo en materia de contenidos y metodología es la antítesis al proceso de descubrimiento e innovación, que tendría que primar en el ámbito educativo. Además, la influencia de la política en lo que respecta a los contenidos forzosos, es absolutamente nefasta.
Hoy, el mal llamado progresismo insiste con la ESI, en lugar de luchar por la libertad educativa. Desconocen que le están dando la prerrogativa a un Estado, que en cualquier momento puede cambiar de mando y orientación. Los nuevos procesos políticos en Europa con el resurgimiento de la derecha dura confirman que la gente se harta de lo que tiene y pasa sin grises a modelos extremadamente opuestos.
En Argentina, los que hoy abrazan la obligatoriedad de una ESI con perspectiva de género, a gusto del feminismo y la izquierda, mañana podrían sufrir un gobierno retrógrado del signo político contrario. Otro grupo de burócratas que directamente prohíba, en nombre de la moral y las buenas costumbres, la educación sexual. O que en lugar de ser los sindicatos de izquierda los que influyen en los contenidos, en el futuro sean los sacerdotes que cuestionan el uso del preservativo, los que den el visto bueno a las currículas. Claro que puede pasar. El consenso, en nombre de todos, debería ser la libertad y la diversidad. Por ahora, puede más el capricho de la imposición.