El debate de anoche de los candidatos a diputados por la provincia de Buenos Aires tuvo varias similitudes con la jornada de los postulantes de la Ciudad Autónoma. Uno de los puntos en común fue la insistencia de los candidatos del Frente de Izquierda con respecto a la “precarización laboral”, asunto con el que Nicolás del Caño pretendió “correr” a José Luis Espert.
Mientras que los candidatos macristas y kirchneristas se enfrentaron bilateralmente para fortalecer el electorado propio, ya que no compiten por los mismos votos, los postulantes de la izquierda buscaron sistemáticamente a sus contrincantes liberales. Ocurrió tanto en la edición pasada con Javier Milei como ayer con Espert. El Frente de Izquierda sabe que ese es el blanco donde tienen que apuntar por dos cuestiones: como ocurre con la grieta, para hablarle al votante propio, pero también para disputar el voto antisistema. Aunque les cueste aceptarlo, la crítica dura a “la casta política” en Argentina ya es más “anarcocapitalista” que “anarcocomunista”. Les duele y no pueden evitar dejarlo en evidencia.
Parece ser que la representación más explícita de la “precarización laboral”, denunciada por la izquierda en Argentina, son los trabajadores registrados en monotributo sin relación de dependencia y los repartidores de las aplicaciones de comida. Aunque en uno de los actos socialistas pasó un joven repartidor pedaleando en su bicicleta al grito de “¡la libertad avanza!”, los políticos trotskistas siguen pensando que ellos saben más sobre es lo que necesitan los trabajadores que los repudian.
A pesar de que tengan las mejores intenciones, y realmente quieran mejorar las condiciones de los trabajadores más vulnerables, lo cierto es que sus propuestas son extremadamente infantiles y contradictorias. En su mundo imaginario piensan que la situación de los empleados mejoraría si se fuerza a las empresas a pagar más. Por lo tanto, proponen conseguir una mayoría parlamentaria y decir, simplemente, que los salarios tienen que ser más altos. De la misma manera, aprobar vacaciones, aguinaldos, plan médico, etcétera.
Sin embargo, lo que fija el nivel de salarios, pero también de empleo, es la tasa de capitalización que tiene una economía. Si no hay capital, no hay trabajo. Si hay poco, hay trabajo con malos pagos. Si un país multiplica sus ingresos de inversión, los salarios suben, de la mano de las mejoras de los trabajadores. Aunque Bregman y del Caño piensen que, aprobando el salario mínimo de un país desarrollado, automáticamente los trabajadores incrementarán sus ingresos, lo único que conseguirán es aumentar la informalidad del sector más vulnerable.
Lo paradójico de todo esto es que las medidas que buscan implementar, en defensa de los trabajadores más necesitados, afecta para mal justamente a los que pretenden beneficiar. Los profesionales y gerentes no se ven afectados por estas medidas distorsivas que pasan por debajo de su nivel de ingresos.
Como dice Alberto Benegas Lynch (h), son las tasas de capitalización lo que determina el nivel de salario. Ese es el motivo por el cual un pintor de brocha gorda recibe mejor remuneración en Toronto que en La Paz. Lo mismo ocurre con un empleado de McDonald´s en Estados Unidos, que tiene un mejor ingreso que un profesional argentino. Aunque la izquierda diga que ese empleo tiene una paga digna a causa de la implementación del salario mínimo, lo cierto es que el fenómeno pasa por otro lado: la capitalización de la economía norteamericana. Si el ingreso mínimo se fija por encima del precio de mercado, ya sea en el Reino Unido, España o Argentina, el resultado es el mismo. Se contrata formalmente por encima de ese monto y por abajo hay solamente informalidad o directamente desempleo.
Desafortunadamente, la izquierda argentina parece tener un compromiso más grande con su dogma ideológico que con el bienestar de los trabajadores. Es por eso que no se muestran permeables a los conceptos más básicos de economía. Su capricho conceptual, aunque no quieran aceptarlos, los convierte en los más acérrimos enemigos de los trabajadores.