Argentina hace años que intenta apagar un incendio echando combustible. Somos una especie de borrachos que tomamos para olvidar que tenemos un problema de alcoholismo. Aunque todos los datos y la evidencia empírica señalan el camino correcto, nosotros seguimos queriendo terminar el drama de la pobreza con más estado, más regulación de la economía y más impuestos para poder algún día “llegar a redistribuir la riqueza de forma equitativa”.
Nuestra historia es clara. El desierto fraticida que tuvo lugar desde nuestra Independencia hasta la caída de Rosas era, prácticamente tierra de nadie. Las ideas de progreso plasmadas en la Constitución de Juan Bautista Alberdi convirtieron al país en el más rico del mundo para 1895. Igualmente no aprendimos nada. El popular periodista Chiche Gelblung, en un mano a mano con la periodista liberal María Zaldívar, le recriminó esta semana que en el período de la Argentina potencia sus abuelos “se morían de hambre” y tenían que hacer “sopa con una papa”.
Lo que Gelblung debería responder es lo siguiente: Antes de que sus abuelos lleguen a aquella Argentina que seducía a la inmigración del mundo ¿ellos comían más o menos que esa pobre sopa de papa todos los días? Al momento de irse de este mundo, y luego de vivir en aquel país tan productivo, ¿sus abuelos tenían más o menos de lo que poseían al momento de nacer? Nadie dice que todo fue un lecho de rosas ni que el camino del progreso sea sencillo de transitar. Pero de lo que no quedan dudas es que, ante las opciones disponibles, los frutos de la libertad son absolutamente superadores a todos los experimentos estatistas de la historia.
Cuando el proceso de creación de riqueza no se detiene, la anhelada redistribución surge naturalmente de manera espontánea mediante la capitalización de la economía. Los socialistas argentinos que siguen cuestionando y ridiculizando la idea de “la mano invisible” verán en poco tiempo algo inevitable: cómo los países a los que ellos cuestionaban por utilizar “mano de obra barata” tendrán salarios en términos reales más altos que los nuestros. Falta poco, un par de devaluaciones más, algún cero nuevo a la moneda cortesía del Banco Central y su maquinita impresora de billetes y listo… ya estamos.
Los datos publicados hoy sobre las recientes proyecciones de Unicef (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia) son alarmantes. Para fin de año la pobreza infantil a nivel nacional superaría el 63 %. Según estos números, la cantidad de niños pobres en Argentina iría de 7 millones a 8,3. Si hablamos de pobreza extrema, las cifras en aumento también son muy preocupantes: Argentina dejaría de tener un 16,3 % de chicos en esa situación para pasar a un 18,5 %.
La investigación de Unicef está realizada con datos oficiales del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) y utiliza la proyección del PBI nacional que tiene en cuentas por estas horas el FMI.
Aunque suene indignante, ante este preocupante escenario la clase política en su conjunto propone profundizar el camino que nos llevó a este desastre. Eventualmente la realidad será innegable y el país tendrá que ir en otra dirección. La pregunta es cuanto mayor será el problema que tendremos que reparar cuando ese momento ocurra.