Es común que en los colegios se incite o se fuerce a los estudiantes a leer una de las piezas claves de la lengua castellana: “Don Quijote de la Mancha”. Esta magistral obra Cervantes describe las aventuras de un hidalgo caballero de la Mancha, capaz de enfrentar a los más grandes “gigantes” y jurar su amor a su Dulcinea. Pero cuando se crece, y se logra disfrutar más esta obra, se descubre una suave relación entre la ficción y la realidad, que plantea, en concreto, cómo Don Quijote confunde la ficción de los libros de caballerías con la realidad, al extremo de hacerse caballero andante e irse por el mundo con sus armas y potente rocín buscar aventuras.
Sin embargo, también puede descubrirse, que sus aventuras nunca trascendieron más allá de su propia mente, que Cervantes recoge la construcción de una realidad dual y antagónica, de un hombre, inmerso en una solitaria realidad, queda atrapado en las aventuras caballerescas como negativa a su cotidianidad.
Las realidades duales no sólo existen en las obras literarias pues, ese recurso literario, usado genialmente por Cervantes en la construcción de psicología y esencia del Quijote, describe perfectamente a Chile. Un país de diferencias que raya en lo grosero, por un lado y de dicotomías antagónicas, por otro.
En una esquina tenemos el Chile pujante, de grandes cifras macroeconómicas, de una economía boyante, con grandes construcciones, en su capital, que pretenden desafiar a las ciudades del primer mundo; en la otra esquina, tenemos un país empobrecido, de millones de personas que dependen del día a día y de un insuficiente del salario mínimo para alcanzar la más básica supervivencia. Pareciera que se habla de dos países, cuando sus autoridades se jactan de compartir mesa en la OCDE, y millares de sus ciudadanos dependen de las ollas comunes para llevar un plato de comida a las mesas de sus hogares.
Es así como un pequeño, y selecto grupo de empresarios chilenos engrosan la lista Forbes, con ganancias astronómicas el último año, pero para el resto, los verdaderos contribuyentes —y muchas veces víctimas— de las cargas del Estado terminaron más empobrecidos este último año. Un selecto club del poder económico —cuyos tentáculos son recibidos devotamente por el poder político— vio aumentadas exponencialmente sus fortunas mientras comerciantes, pequeños y medianos empresarios, y muchos emprendedores viven en carne propia una de las caras de la peste china, la perdida de sus negocios, de sus modos de vida, muchas veces mantenido por años y generaciones.
La política chilena, claramente no podía quedarse atrás de estas realidades duales, pues mientras Sebastián Piñera —quien repite en la presidencia— proclamaba en una entrevista a mediados de 2019 que Chile era un oasis en la región. Una evidente crisis social sólo necesitaba del adecuado detonante, para desbaratar virulentamente la fachada de una “economía sólida”. Innegablemente, Chile es aún un oasis frente a los desmanes de los gobiernos populistas que han enfermado a nuestra región, sin embargo, como país, quienes hoy ejercen el poder abusaron por mucho tiempo de su buena suerte.
Una lección país no aprendida es que la buena suerte es un recurso muy escaso y cuando llega, su duración es muy limitada, y por el contrario, la realidad —la verdadera y de la mayoría— siempre puede estallar en la cara de un gobierno que es incapaz de desplazar su mirada desde la ficción, desde una verdad que sólo existe en papel y en tablas de Excel® configuradas por un ejército de Ministros y asesores, que más allá de cumplir el rol de guiar al Gobierno a la consecución de fines destinados al bien común, se comportan como una corte de obedientes criados, que repiten sin chistar, cual burla a la población, que el mundo paralelo, en el que ellos se desenvuelven, es el de la mayoría.
Es reconocido que el ser humano tiene un comportamiento con una alta tendencia a la terquedad, que muchas veces se alimenta de soberbia y una importante cuota de falta de empatía. Si alguien tiene duda alguna sobre que esto sea cierto, Sebastián Piñera es la clara prueba, que una persona porfiada es el mejor arquitecto de su propia ruina. Sólo basta retroceder a los días previos al brote violento de octubre de 2019, cuando sus ministros, que como responsables de una cartera de Estado, fueron incapaces de advertir y aconsejar al Gobierno, usando incluso la burla para no atender las protestas masivas por el aumento del costo del pasaje de transporte público en Santiago.
Posteriormente, en el mes de marzo de 2020, la llegada de la “gripe china” que ha enfermado a millares de chilenos, también extendió sus malignos efectos a la economía y a lo más profundo de la sociedad. Las primeras decisiones del gobierno fueron absolutamente ineficientes, con medidas incapaces del contener la alta contagiosidad de la enfermedad, las cuales, más allá de proteger a la población más vulnerable de sus efectos, lo que hizo fue diseminar un virus que desnudó la pobreza, que aunque oculta y maquillada bajo el eslogan de ser un “país OCDE”, existe y está presente, en pleno 2021, más que nunca.
El clamor y la necesidad de una población, que estaba sumida en la precariedad, obligó a un gobierno liberal, a tomar una decisión que es una clara antítesis a sus ideales, abrir la billetera fiscal para transferir directamente dinero a la población en forma de bonos, de retiros de cuentas de cesantía e inclusive con cajas de alimentos. Pero el monto insuficiente, y la cantidad de condiciones —que rayaron lo leonino— para acceder a una “ayuda precaria” hizo nacer la opción, en el seno de la izquierda de retirar fondos de las cuentas de pensiones, administradas por uno de los entes más polémicos de la economía de Chile, las AFP, la cual contó con todo el rechazo del Gabinete de Piñera, que además se apertrechó de la opinión de los más catastrofistas expertos.
Para un presidencialismo férreo como el chileno, donde el presidente de la República conserva una gran cuota de poder y facultades, es difícil poder asimilar una aplastante derrota parlamentaria, que inclusive le llegó desde su propio sector respecto al retiro de los fondos ahorrados en las AFP. Sebastián Piñera, silente y derrotado tuvo que aceptar que hasta su propia coalición de gobierno había votado afirmativamente en el Congreso Nacional para que la gente retirara el 10 % de sus fondos de pensión.
Quizás, si en Chile existiere un sistema parlamentario, o uno donde la existencia del gobierno dependiere de la confianza del parlamento, ese habría sido el momento exacto de la caída, humillante y deshonrosa, de un gobierno ya fracasado. Pero, lamentablemente, en este lado del mundo el presidente, a imagen y semejanza del monarca absoluto español de antaño, se mantiene en el poder aun cuando domine el descontento y rechazo del grueso de la población, por el período de tiempo para el que fueron electos, todo en nombre de la democracia.
Las gruesas y elevadas paredes del Laberinto de Piñera, no sólo han sido levantadas con derrotas políticas, un fuerte aumento de la violencia social, desmejora de la calidad de vida del chileno, decaimiento del empleo, cierre de PYMES y caída de la confianza en el país y sus instituciones, sino que están adosadas de un vil triunfalismo, que perfectamente queda ejemplificado con un lamentable hecho: la administración del brote de la gripe china, pues sólo bastaron dos semanas para que el país pasara de ser un ejemplo positivo de vacunación, a ser catalogado, con creces, como un desastre en cuanto al control de nuevos contagios.
Era imposible prever en los momentos más oscuros de la pandemia, durante los meses de junio y julio de 2020 que los mismos números se repetirían durante y, con mayor gravedad, empeorarían en marzo de 2021, donde se han vistos las peores cifras de contagiadas y el mayor número de personas internadas en centro asistenciales de salud. Pero más grave, es el hecho que el gobierno reaccione con una frívola sorpresa ante lo que son los resultados de una tormenta anunciada: un permiso de vacaciones que movilizó a millones de personas a lo largo del país durante el verano, el cierre tardío de fronteras que favorecieron el ingreso de nuevas y más peligrosas cepas de COVID19; y sobretodo, un excesivo relajamiento de las medidas de control sanitario, lo que en una sociedad que ha perdido el sentido del deber —y que por el contrario se siente con derecho a todo— resultó una puerta abierta a la proliferación de la máxima irresponsabilidad y abandono del autocuidado para impedir el contagio.
Nuevamente, se cometieron las mismas recetas erráticas que provocaron el caos en el país, la excesiva fe de Sebastián Piñera en una recuperación económica que se resiste a llegar, ha puesto en jaque la salud pública, en un Chile que lamentablemente se ha acostumbrado a ser reactivo más que proactivo, y especialmente que no ha podido prevenir un desastre ya conocido. Visto así, parece que la única salida del laberinto de Sebastián Piñera es la puerta de entrada al más peligroso populismo, en un año donde el país irá a las urnas para elegir a quienes redactarán la nueva constitución y al sucesor de quien hoy gobierna.
Toda esta realidad invita a tomarse más en serio las realidades emergentes, ver la mirada al entorno con la mano en el corazón para, al menos por una vez, tratar de leer el tortuoso día a día del ciudadano promedio que quiere llegar a fin de mes sin que eso signifique seguir hipotecando su ya ejecutable futuro. Este escenario es el perfecto medio para que irrumpa un líder que capitalice la abultada factura social que crece constantemente, y si es por ese liderazgo mesiánico de nuevo cuño, sería prudente adelantarse al desastre populista con medidas ancladas en el sentido común y más prolijo pragmatismo; a fin de cuentas es bueno buscar una salida consensuada a una basada en el revanchismo, de eso la evidencia sobra.