
Los empresarios fueron vistos como contrarios a los intereses sociales por Adam Smith. Luego, como resultado del éxito de las ideas marxistas, estos fueron percibidos como inherentemente malos, desde un punto de vista moral, egoístas y explotadores. Incluso en la literatura trascendió esta imagen.
De esta manera, se fue justificando todo tipo de intervenciones de los políticos y burócratas en la acción empresarial. Esto fue complementado con la supuesta –y nunca demostrada– situación de debilidad de los trabajadores. Así se creó un contexto en el cual siempre se protegen los intereses de estos últimos, por más descabellados que sean.
Los empresarios serán siempre los malos y las empresas, espacios de explotación. Los menos radicales los ven, a lo sumo, como males necesarios.
Las causas de este consenso pueden ser muchas: desde la equivocada visión de lo que es la economía impulsada por el marxismo hasta los inherentes sentimientos de envidia que tenemos los seres humanos por aquéllos que tienen más éxito que nosotros.
El punto es que, con el paso del tiempo, esa visión, en lugar de disminuirse, se agravó. Esto, a pesar de la demostración de la grave crisis humana que causan este tipo de ideas, encarnadas por los asesinos regímenes soviético, cubano, camboyano, chino, rumano, venezolano y muchos más. No debe olvidarse que todos justifican los excesos iniciales como la única forma de acabar con los supuestos enemigos de la sociedad, la mayoría de los cuales, por lo menos al inicio de esos gobiernos, son empresarios.
Esto a pesar de la demostración, en esos mismos casos, de los efectos económicos de la persecución excesiva de la figura del empresario: escasez, pobreza, hambre, caída de la calidad de vida, miseria.
Aunque se mantiene la opinión negativa, la mayoría de estados han optado por el control y no tanto por la persecución.
De esta manera, hemos llegado a varios absurdos. Hoy las empresas no son controladas por los empresarios, sino que muchas de las decisiones deben tomarse teniendo en cuenta al Estado y/o a los sindicatos. Esto sucede, por ejemplo, con los despidos, en particular, los colectivos. ¡Como si los empresarios tuvieran como único motivo despedir a los empleados, en clara violación de cualquier racionalidad económica y como si su interés no fuera que su empresa siga existiendo!
Existen otros absurdos, convertidos en consensos no cuestionados: sistemas tributarios que castigan a las empresas o a quiénes tengan altos ingresos personales; o controles en casi todos los sectores económicos, reflejados en regulaciones, licencias o prohibiciones.
Así, hemos llegado a tener sociedades en las que las nuevas generaciones prefieren trabajar con el Estado a ser empresarios; los empresarios se dedican a crear fundaciones y a convertirse en filántropos, seguramente para ser mejor vistos; y los poco que se mantienen prefieren dedicarse a defender sus intereses por medio de conexiones políticas y no, como debería ser, dándole a los consumidores lo que muchos de ellos valoren más.
Tal vez el peor absurdo es el que invirtió los papeles. Los empresarios, buscando sus propias ganancias, sin importar sus características individuales ni morales, generan muchos beneficios sociales. Crean empleo, producen lo que muchos individuos consideran valioso (de otra manera, esos empresarios quebrarían), asumen riesgos intertemporales, incrementan la riqueza social, entre otros. Pero siempre serán los malos.
En el otro extremo, políticos, burócratas y activistas en contra de la acción empresarial, hablan de hacer el bien, creen que son muy virtuosos, pero no generan ni un puesto de trabajo, no le proveen a la sociedad nada que algunos valoren, no asumen ningún riesgo y, en lugar de incrementar, dilapidan la riqueza social. Es más, mientras se ven a sí mismos como muy buenos, todo lo hacen con el dinero de los demás. Pero siempre serán bien vistos, respetados y admirados.
En días pasados, un reconocido columnista afirmó que el mayor accionista de una reconocida empresa colombiana, Germán Efromovich, es soberbio. Típica referencia a un empresario. Para el columnista, acostumbrado a trabajar en el Estado y quién parece no haber creado nunca una sola empresa, el empresario no debe criticar a los jueces. Seguro también le parece soberbia la manera como manejó la reciente huelga de algunos de sus empleados.
Los críticos consideran que todos los empresarios son iguales. Y todos son malos desde un punto de vista moral. ¡Como si eso fuera importante para evaluar su importancia social!
Siempre serán juzgados, así las pretensiones de los empleados pongan en peligro la supervivencia de la empresa. Lo serán así la mayoría de decisiones que requieran de aprobaciones del Estado. Lo son así critiquen la labor de unos jueces que ya nos tienen acostumbrados a los escándalos, cada vez más graves.
Los empresarios son los enemigos porque en nuestra sociedad de lo políticamente correcto es más importante parecer que ser. O, para ser más precisos, decir que ser.