Desde hace algunas semanas, un político colombiano, actual congresista y pre-candidato presidencial, ha expresado su intención de transformar el modelo económico del país, de uno basado en la especulación a uno, supuestamente mejor, basado en la producción.
No es que este personaje sea relevante. Al contrario, es uno más de muchos. A pesar de su interés por ser candidato y eventualmente presidente, es muy probable que no sea ninguno de los dos. No tiene ni un alto reconocimiento ni es de los mejores.
Pero esa irrelevancia también nos sirve para mirar cómo un político promedio es reflejo de muchos de los aspectos indeseables de la acción estatal. El mismo hecho de que sea del montón nos permite acercarnos a las características comunes a esos individuos en los que muchos equivocadamente depositan sus esperanzas para mejorar sus vidas.
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Lo primero evidente es esa extraña mezcla entre arrogancia e ignorancia. El congresista de marras no se sonroja al creer que por sus propuestas se puede transformar la estructura económica de todo un país. Lo que es peor es que no siente ni un poco de vergüenza por demostrar, en los medios y en sus discursos de campaña, su absoluto desconocimiento sobre el tema del que habla. Más preocupante es que lo más seguro sea que él mismo ni sepa que es ignorante en el tema, ni reconozca su arrogancia.
Nos habla de un sistema actual basado en la especulación. Nos dice que lo mejor es uno basado en la producción. Parece desconocer que, desde hace décadas, se sabe que la creación de valor y de riqueza no yacen exclusivamente en la producción manufacturera.
Aunque el uso del término especulación tenga intenciones políticas (al parecer, los ciudadanos del común rechazan la noción de especulación) y que en su discurso sea algo críptico, se puede intuir a qué se está haciendo referencia. Parece ignorar el político que pretende transformar el modelo que, si entendemos la acción humana como lo que es y lo que implica, tenemos que reconocer que todos, en todo momento y lugar, somos especuladores: apostamos a lo que creemos será el futuro y basados en esa apuesta tomamos decisiones hoy. En este sentido, si queremos eliminar la especulación, tenemos que comenzar por eliminar la acción humana y la única forma de hacer tal cosa es alcanzando el inalcanzable estado de quietud absoluta que algunos llaman equilibrio o eliminando directamente a los seres humanos.
Pero, claro, este político promedio, del común, no llega a tanto. Él no ha pensado ni en la definición ni en las implicaciones de su propuesta de acabar con la especulación. Él es más básico: en su visión basada en lugares comunes seguramente especulación es igual a sector financiero.
Así, como eso es lo que vende en política, el congresista quiere decir que va a cambiar un modelo que, en lugar de generar “tantas ganancias” al sector financiero, las genere al sector manufacturero o al agrícola. El agrícola no puede faltar porque, en los últimos años, en este mundo de lo políticamente correcto, todos deben aparentar amar la naturaleza y agradecer los productos de la tierra.
No obstante, con esta propuesta tan simple, tan promedio y, en consecuencia, tan bien recibida y aparentemente inofensiva, se esconden un montón de implicaciones indeseables.
Detrás de esta visión está la idea según la cual el sistema financiero no es productivo, sino que es parasitario. Es fácil considerar que la labor de intermediación y de asignación de recursos es desechable en una sociedad. Sin embargo lo difícil es pensar cómo reemplazarla. ¿Cuál pensará el congresista es una mejor forma de asumir esa responsabilidad? Seguramente tendrá algo que ver con su genialidad y la de los que serían sus asesores. Ellos saben mejor que los bancos y que los mercados de capitales quién necesita recursos y quién los merece más. Seguramente el congresista y su gabinete, todos genios, tendrían un criterio mucho mejor para anticipar el futuro (esto es, para especular) y, por lo tanto, para establecer el “merecimiento” que la valoración social de los proyectos de inversión. Este criterio, nunca probado en la historia de la humanidad (?), seguramente sería la centralización de las decisiones y la coerción de los incumplimientos.
Si considera el congresista en mención que lo que ganan las entidades financieras en Colombia es “injusto”, debería fijarse en su labor y en la de sus colegas congresistas. Al fin y al cabo, las restricciones a la competencia y la creación de un mercado bancario de tipo oligopólico y de un muy reducido mercado de capitales no se debe al exceso de iniciativa privada, sino a las restricciones a la competencia, inducidas por regulaciones y prohibiciones, las más de las veces sancionadas por el legislativo.
Pero no se puede culpar del todo – y únicamente – al congresista. Él, como cualquier otro político, no se puede dedicar ni a salir de su ignorancia, ni a demostrar humildad ni, mucho menos, a ser innovador en sus propuestas. Los políticos están limitados por los grupos de interés ya creados y por las expectativas de los ciudadanos. Los políticos no imponen las tendencias sino que deben adaptarse a las ya existentes. Los que son promedio, para sobrevivir; los importantes, para controlar más poder. Esa es la realidad de la política: ¡y tantos esperando a que sea a través de los elegidos que cambien las cosas!