No hay un solo principio en el que exista consenso en Colombia. Esa parece ser una realidad lamentable que presenta desafíos para hablar del futuro de la paz en el país.
Ni la vida, ni el tipo de Estado, ni las normas sociales, ni el comportamiento con el otro. Nada. En todos existen unos profundos desacuerdos que se expresan, las más de las veces, en odios viscerales que han llevado, en algunos casos, al uso de la violencia.
En Colombia no hay lugar al debate. En lugar de este, hay insulto. Incluso cuando se afirma que se está debatiendo, lo que uno observa es o un diálogo de sordos o un enfrentamiento de insultos.
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La semana pasada tuvimos dos ejemplos de lo anterior. En el primero, la senadora Claudia López fue noticia por varias razones. En días pasados, fiel a su estilo de hacer política con el insulto, acusó a un exministro de ser corrupto. Este llevó el caso a la justicia y, ante la falta de pruebas para lanzar la acusación en medios de comunicación, un tribunal obligó a la congresista a retractarse. Ante esto, la senadora en cuestión se rehusó a hacerlo: volvió a insultar a diestra y siniestra y consideró que, para ella, los fallos judiciales no tienen vigencia porque…bueno, porque es ella.
El segundo ejemplo ha acaparado la atención pública durante los días más recientes. De un trino pasional en Twitter, hoy hay un escándalo monumental y un acalorado enfrentamiento entre bandos.
El expresidente Álvaro Uribe acusó a través de la red social al humorista Daniel Samper de ser un violador de niños. Ante semejante acusación, el humorista decidió responder anunciando que llevará el caso ante las autoridades judiciales. En los días subsiguientes, no solo el expresidente no se retractó ni pidió excusas sino que corroboró sus acusaciones. Eso sí, les cambió el matiz: resultó que él no quería decir violador de niños directamente sino de los derechos de los niños.
Hasta ahí el vergonzoso escenario político colombiano, lleno de insultos, odios, acusaciones, demandas, fallos judiciales…e ineptitud.
Lo preocupante está en la reacción de muchos de los ciudadanos. Sobre el tema de López muy poco se dijo porque ese caso fue opacado por el segundo.
Frente a este, mientras que algunos periodistas publicaron un comunicado en el que rechazaron las acusaciones, el expresidente y su partido publicaban en redes nuevas acusaciones. En el medio, ciudadanos del común en redes, se ubicaron, como ya es común en por lo menos tres bandos.
El primero, de los que odian a Uribe, atacaron desde ese momento, no lo que dijo el expresidente, sino su figura y lo que representa. Obviamente, no faltaron las acusaciones también sin pruebas. El segundo, de la izquierda radical, que afirmó que como el “ofendido” era un humorista de la “elite” (su padre es un famoso humorista y periodista y su tío es el infame expresidente – y hoy comunista en ciernes – Ernesto Samper) ahí sí todos (es decir los pocos que lo hicieron) lo defendían pero que se olvidaba de todos los que antes habían sido ofendidos y por los que nadie se había pronunciado. Un tercer grupo, el de los seguidores de Uribe, que dijeron que Samper siempre usaba la ofensa en sus sátiras políticas y que, por lo tanto, ahora no se podía quejar por la ofensa del expresidente. Otros dentro de este grupo, a los que les gustan las conspiraciones, respaldaron la visión de la pedofilia, sacando de contexto el trabajo que Daniel Samper había desempeñado en el pasado en una revista erótica, enfocada en el público masculino.
Hasta ahí el escándalo. Lo que no se puede describir fielmente es el nivel de los ataques, los términos que se utilizan, las descalificaciones y, al final, el odio que se percibe al hacerle seguimiento al tema.
En el fondo, como señalé antes, ni en torno a principios básicos hay acuerdo. Se banalizó, desde todos los ángulos, como una “ofensa” lo que a todas luces es una acusación de un grave delito. Esto no es una opinión personal ni una forma despectiva de tratar a una persona, sino una acusación. En consecuencia, el expresidente debería presentar las pruebas que tiene ante la justicia, así como la senadora López.
Pero no solo ahí no hay acuerdo. Tampoco lo hay en otros dos aspectos. De un lado, el del papel de los medios de comunicación. Las libertades de expresión y de prensa son esenciales en cualquier sociedad libre. Pero ahora está de moda estar en contra de los medios. Ojo: sabemos que los periodistas tienen sesgos y muchas veces son irresponsables en sus posiciones y aseveraciones. Está bien debatirles y poner en evidencia sus errores. Pero eso no es lo que está sucediendo. Todos los bandos consideran a los medios como sus enemigos. Este es el mejor caldo de cultivo para la censura.
Del otro, el papel de los líderes políticos. Los seguidores de López la defienden porque supuestamente ella sí les habla duro a los corruptos. Los de Uribe lo hacen porque, seamos honestos, han construido un culto a la personalidad en torno de él. Aquéllos que los odian, al contrario, los consideran demonios. Nada de eso. Lo que tendría que tenerse claro es que una persona cuando ocupa un cargo público o cuando tiene poder político debe tener restricciones mucho más fuertes en lo que puede hacer y decir que el resto de los ciudadanos. De lo contrario, no estamos defendiendo la libertad y, mucho menos, las limitaciones al poder estatal. Además de esto, los políticos deben ser los más respetuosos de las decisiones judiciales. Si no, ¿de qué Estado de derecho podemos hablar?
Así, mientras los políticos se encargan de mantener a los ciudadanos entretenidos con lo que no puede describirse sino como un circo grotesco de ofensas, gritos y cero ideas, esos ciudadanos se despedazan en odios y aproximaciones carentes de racionalidad y de ética a los asuntos públicos. La tendencia no pinta nada bien para la paz que supuestamente tanto anhelan esos políticos y ciudadanos en Colombia.