Ciertos gobiernos latinoamericanos y algunos del Caribe reaccionaron con virulencia ante el anuncio del gobierno de los Estados Unidos de excluir a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela de participar en la novena Cumbre de las Américas en Los Ángeles. El argumento del Departamento de Estado fue que estos países “no respetan la Carta Democrática Interamericana“, originada en un mandato de la tercera Cumbre de las Américas en Quebec.
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La protesta contra esa decisión del país huésped la lideró el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, junto con sus acólitos de Bolivia, Luis Arce; de Honduras, Xiomara Castro; y de Argentina, Alberto Fernández, quienes amenazaron solemnemente con no participar en la Cumbre “si no se invita a todos”. No obstante, a pesar del ultimátum populista, el gobierno del presidente Joe Biden se mantuvo firme y ratificó que no invitará a los dictadores de Venezuela y Nicaragua. Por su parte, el de Cuba, Miguel Diaz-Canel, voluntariamente se excluyó de la Cumbre mediante Twitter. Todo parece indicar que habrá una asistencia mayoritaria de los gobiernos latinoamericanos y del Caribe al evento y una ausencia de muy pocos países, cuya deserción es irrelevante y más bien perjudicial para los intereses de sus propios Estados.
Lo que no deja de ser curioso es el hecho de que los gobiernos democráticos de América Latina, que suscribieron la Declaración de Quebec y la Carta Democrática, no hayan sido más elocuentes en la defensa de los principios democráticos de Estado de Derecho y derechos humanos en las Américas, que emanan de las declaraciones de las cumbres que ellos mismos suscribieron. Tal vez la explicación está en el temor que produce una posible nueva correlación de fuerzas, donde crecen las democracias iliberales a expensas de una mayor devaluación de los principios republicanos en varios países de la región.
En esas circunstancias, y pese a que el estándar mínimo para participar en las cumbres es el de la democracia de origen, es decir gobiernos emanados de elecciones libres, no podemos ignorar el hecho de que, si se exigiera que en las cumbres sólo participen aquellos gobiernos que ejercitan el poder conforme a las reglas de juego de la Carta Democrática, el número de participantes se reduciría notablemente. Lo cierto es que, bajo la apariencia de formas de democracias antiliberales, de izquierda y derecha, lo que actualmente ocurre en muchos países latinoamericanos es un renacimiento del fascismo corporativista clásico (Mussolini, Perón en Argentina, etc), esta vez a cargo de burócratas y caudillos cuyas capacidades intelectuales no son su don. El populismo actual confluye con el fascismo en las características de exaltar la nación y la identidad racial por encima del individuo y en la formación de gobiernos autocráticos centralizados, encabezados por un líder dictatorial, el control de todos los poderes públicos, una estricta reglamentación económica y social y la represión de la oposición. Esa continuidad del fascismo se refleja también en la creciente proximidad del populismo latinoamericano con los gobiernos totalitarios de Rusia, China e Irán y su paulatino alejamiento de las democracias occidentales.
De la misma manera, otro fenómeno preocupante es que a ese coro de caudillos iliberales se unan varias ONGs e intelectuales autodenominados “progresistas“, defensores a ultranza de la participación de Cuba en las cumbres. Estos “expertos en América Latina“, padecen una confusión conceptual derivada de fantasmas ideológicos que les impide ver la realidad. Y la realidad es que la actual confrontación política global, regional y nacional no es entre izquierdas y derechas, sino entre democracia y autoritarismo. Esos “intelectuales de izquierda“ constituyen, como advirtió Raymond Aron, el “opio de la democracia“. Los más corrosivos son aquellos que viven en sociedades libres y gozan y exigen meticulosamente esas libertades en sus países, pero apoyan a rajatabla a aquellos que las suprimen en otros Estados. De esa manera, acaban defendiendo caudillos que activan lo colectivo en desmedro de lo individual y desatan todo lo que hay de primitivo en el ser humano para destruir la individualidad y edificar sociedades de tribus encerradas en las cavernas de su modelo político, donde los derechos fundamentales se definen con base a las identidades y no a la ciudadanía. Está claro que esos intelectuales y periodistas del primer mundo no viven en esos países.
Frente a esa realidad, las democracias de la región, en lugar de enfrascarse en gentilezas con los tiranos latinoamericanos, deberían ver la Cumbre como una oportunidad de fortalecer alianzas globales y regionales en defensa de la democracia y los derechos humanos y evitar convivir con gobiernos que se estructuran, a derecha o izquierda, bajo modelos totalitarios. Latinoamérica ha oscilado entre dos fórmulas extremas de caudillismo con una historia cíclica de períodos democráticos a los que suceden tiranos de toda especie: iletrados o educados, de izquierda o de derecha. Ese círculo vicioso debe concluir y eso sólo será posible si hay un compromiso y decisión de los gobiernos democráticos por librar la batalla colectiva de consolidar la democracia en la región.
Vale la pena recordar que el origen del proceso de Cumbres de las Américas fue el compromiso de los jefes de Estado democráticos, desde Canadá hasta la Argentina, de comprometerse con los ideales republicanos de respeto a la libertad política, el imperio de la ley y la ciudadanía en el ejercicio del poder y el sentido profundo de estos eventos de jefes de Estado debería ser el de profundizar en las metas del desarrollo democrático y el fortalecimiento de instituciones y procesos de gobierno que promuevan y protejan los valores liberal-democráticos.