En democracia el poder se sostiene en la voluntad de una mayoría –y buena parte de la teoría democrática pretende pasar eso por voluntad general– que puede instaurar democráticamente la más criminal tiranía contra una o varias minorías.
Es difícil no notar que el ser humano busca aquello que le produce felicidad y repele lo que le causa desdicha. El verse obligado a esforzarse suele entenderse como una desdicha. Pero inevitablemente alcanzar fines placenteros requiere del trabajo esforzado. La abundancia de medios no hace otra cosa que colocar la naturalmente ambiciosa mira en fines que superen la capacidad de tales medios.
La aspiración de lograr el máximo de resultados con el mínimo de trabajo –o en otros términos, el máximo de placer con el mínimo de esfuerzo– mueve la inventiva y se traduce en eficiencia. Irónicamente, alcanzar la eficiencia pareciera ser el esfuerzo más infeliz para el común de los hombres. La única alternativa será forzar al esfuerzo a unos para dar el disfrute de otros.
La mística de la mayoría es el mito de la democracia. Si alguna virtud tiene la democracia es cambiar gobernantes pacíficamente. Que en lo que coincide la mayoría sujeta a opciones limitadas sobre los que poco o nada sabe sea acertado es muy raro. Se dice que el gran dramaturgo Noruego Henrik Ibsen alguna vez afirmó:
“No, la mayoría no tiene la razón nunca. Esa es la mayor mentira social jamás dicha. Todo ciudadano libre debe protestar contra ella. ¿Quiénes suponen que son mayoría a la hora de votar? ¿Los estúpidos o los inteligentes? La mayoría tiene la fuerza, pero no la razón”.
La democracia no es otra cosa que un método incruento de tomar decisiones. Se nos exige someternos a exámenes y obtener una licencia y manejar un automóvil, debido a que manejarlo con impericia y/o imprudencia pone en riesgo vidas y propiedades. Votar con desinformada e imprudente impericia repetida es un derecho. Aunque el votante incapaz destruya muchas más vidas y propiedades que el automovilista incapaz, no asumirá responsabilidad por los efectos de su voto.
No todo debería someterse a la voluntad de la mayoría, no todo conflicto tiene una solución legítima por votos. El conflicto entre cinco violadores y una víctima no se puede votar democráticamente porque los derechos de la víctima minoritaria valen más que de la voluntad de esa mayoría. Todo crimen de la mayoría contra la minoría es un crimen. Pero tampoco determinar si cinco acusados de un delito como aquél son culpables o inocentes se puede confiar a pasiones de mayorías desinformadas. Aunque imponer una manipulada, emocional y desinformada opinión pública sobre el Derecho pretendan los peores periodistas y políticos de las modernas democracias de masas.
No es legítima la decisión mayoritaria que viole los derechos individuales a la vida, libertad y propiedad de inocentes. La realidad suele someternos materialmente a la tiranía. Cierto grado de tiranía será tolerable para muchos –especialmente si se niegan a verla como lo que es– en tanto peligros y costes de derrocarla les parezcan mayores y peores que los de soportarla. Y claro que cualquier tiranía será intolerable para aquellos que estimen los riesgos inherentes a su supresión menores a la amenaza inmediata sobre ellos. El poder de los tiranos depende del que los primeros sean muchos más que los últimos.
Del autoritarismo se pasa al totalitarismo en la medida que el poder gobernante ejerza un control absoluto de la educación, el entrenamiento y las noticias en función del adoctrinamiento. Algo a lo que se puede llegar en democracia cuando la tiranía de la mayoría no se detiene ante los derechos individuales. Se puede y se debe luchar primero por suprimir una tiranía en ciernes. Las democracias que avanzan al totalitarismo se tornan autoritarias paso a paso. Únicamente antes que los mecanismos autoritarios se consoliden tienen más posibilidades quienes se los oponen.
Todo socialismo democrático es una forma de tiranía. Es la violación del derecho de propiedad por voluntad de la mayoría. La política es un asunto complejo que exige mensajes simples con atractivo emocional. Es en efecto un asunto de emociones mucho más que de ideas. Para exponer en términos muy simples –y apelar a fuertes emociones– no es necesario contradecir los principios sobre los que se funda un programa político por la libertad y propiedad.
La realidad de la política es la realidad del poder, quienes entienden eso pueden avanzar en ella. En las democracias los políticos que pretendan gobernar no pueden salirse del amplio consenso general de la opinión prevaleciente. Todo proyecto político que pretenda cambiar tales consensos debe librar y ganar una guerra cultural antes que política. Los socialistas revolucionarios entendían eso. Pero consideraban que una minoría organizada de fanáticos podría tomar el poder por la fuerza. Y por la fuerza cambiar el pensamiento de las mayorías mediante represión, propaganda y adoctrinamiento.
El colapsado imperio soviético demostró que imponer el socialismo exclusivamente por la fuerza sería demasiado costoso para la inherentemente débil economía socialista. Incluso quienes se niegan a ver la inviabilidad económica del socialismo a largo plazo vieron –lo admitan o no– el problema imperial soviético. El socialismo se impuso dónde gobernó quitando al individuo la soberanía sobre sí mismo. Y transfiriendo el control de los medios de vida al Estado. El liberalismo no prevalecerá sin tomar el camino contrario. Y eso pasa por recuperar la soberanía del individuo sobre sí mismo, primero en la opinión, para luego establecerla en las instituciones.