Hace mucho tiempo en una tierra muy lejana el hijo menor del herrero de una aldea de un país rural y atrasado –tras un autoimpuesto aislamiento de siglos– vio asombrado un enorme artefacto metálico sobre ruedas que avanzaba sin animal de tiro.
Los aldeanos quedaron paralizados ante la ruidosa bestia metálica. Entendían que no era mágico. Era una de las nuevas maquinas que llegaba –tecnología reciente y incluso en países de origen– pero verlo por primera era tremendo. El joven, no se detuvo, no menos asombrado que el resto, fue el único que se lanzó a correr tras el automóvil. Debía verlo de cerca y empezar a entenderlo de alguna manera.
En el Japón de principios del siglo XX Soichiro Honda descubrió a lo que dedicaría su vida. Y su talento empresarial. A los 21 estableció su propio taller. Primer paso hacia la gran multinacional que creó. Su apellido es la marca que hasta hoy sigue siendo sinónimo calidad, confiabilidad y eficiencia en automóviles. Y como otros grandes empresarios que innovaron en mercados de nueva tecnología, Soichiro Honda no llegó a la universidad.
Era un tornero que no completó la educación primaria. Tampoco llegaron a la universidad Matsushita Konosuke, el fundador de Panasonic que replanteó completamente que son y cómo se administraban empresas, marcas y conglomerados en Japón.
Steve Jobs llegó a la universidad, pero la abandonó en el primer curso. Bill Gates tampoco la completó. Con Ingvar Kamprad, creador de IKEA vemos lo mismo. Amancio Ortega, fundador de Inditex –la mayor firma textil de España– uno de los empresarios más éxitos del mundo– no finalizó la educación primaria. Hay empresarios exitosos que deben parte de su éxito a su formación superior.
Pero muchas de las personas que han creado empresas exitosas –gigantescas o pequeñas pero exitosas a corto y largo plazo– tuvieron poco –o nada– de estudios formales. Especialmente superiores.
Que innovadores empresarios sin apenas estudios alcancen el éxito no es raro. De la revolución industrial a nuestros días es muy común. La educación formal proporciona cierto tipo de conocimientos de enorme utilidad para un empresario. Pero no puede –por más que se empeñe en intentarlo– proporcionar otros tan o más importantes para el éxito empresarial.
Y están las cualidades personales. Que, nos guste o no, tienden a aportar más que los títulos académicos al progreso en todos los campos. Cualidades como las que hicieron a Honda correr hacia el automóvil que paralizó a sus vecinos.
Que los conocimientos que proporciona la universidad en carreras, extensión y post grados es importante lo dejan claro esos mismos empresarios cuando contratan gerentes, ingenieros y asesores de la mejores calificaciones académicas. Pero como se dijo ya tiempo atrás en una de las más prestigiosas y antiguas universidades de Europa “lo que natura non da, Salamanca non presta”. Es menos sobre la poca inteligencia de algunos aspirantes que un resumen de la relación entre cualidades personales y conocimiento práctico necesarios incluso para avanzar en el conocimiento teórico formalizado
La mayoría de docentes e investigadores con una vida de esfuerzo –olvidemos a quienes se especializan en lo mínimo para mantenerse en la norma– en que acumulan doctorados, estudios post-doctorales, certificaciones de amplios estudios formales, junto a premios y publicaciones. En realidad poco o nada original aportan al avance del conocimiento en sus campos. Los genios son pocos, raros y suelen encajar mal en la burocratizada estructura jerárquica de la academia.
El tema lo debo a temporales quebrantos de salud que al obligarme a descansar -mientras me atrasan en lo que quisiera estar haciendo– me permitieron leer algunos libros que tenía pendientes. Como el de Joseph F. Kett, Merit: The History of a Founding Ideal from the American Revolution to the Twenty-First Century. Creo que Kett replanteó –adecuándola a nuestro mundo– la diferencia esencial que los antiguos romanos notaban entre “dignitas” y “auctoritas”. Como “mérito esencial” y “mérito institucional”.
Kett define al “mérito esencial” como la suma del carácter de una persona con sus valores en una inteligencia peculiar. Nos habla de su calidad como persona. De cualidades que determinarán su estilo de vida. Sus fines y medios. Logros y fracasos. Y su relación con los resultados de sus esfuerzos.
¿Alguna vez consideramos por cuanto fracaso, esfuerzo y sacrificio personal ha de pasar quien finalmente construye una gran empresa transnacional desde una idea y sin una fortuna? ¿Por cuánto quien se empeña en un avance revolucionario de la ciencia colapsando el paradigma al que se aferran sus colegas?
El “mérito institucional” nos dice Kett, tiene poco o nada que ver con los valores de las personas, su carácter o sus los logros objetivos. Se limita a la certificación de los conocimientos formales mediante pruebas estandarizadas. Y se acredita con títulos –diplomas y certificaciones– emitidas por instituciones formales. Especialmente las universidades.
Diría que el excelente trabajo de Kett ganaría profundizando la relación entre “mérito esencial” y conocimiento práctico, como lo explica Hayek. Y coincido con dos de sus principales puntos:
- La revolución americana fue –entre otras cosas– un levantamiento del “merito esencial” contra el “mérito formal” como mecanismo de exclusión monopolista de aristocracias tan abundantes en títulos –entonces nobiliarios– como carentes de “aristas” en las que sostener sus pretensiones. Y agregaré que si algo debe preocuparnos a los hispanoamericanos es como nuestros mitos fundacionales legitiman un “merito formal” carente del “merito esencial” al que odia, envidia y persigue.
- El poder político –y la influencia de la academia– se pueden emplear –y se emplean– para imponer mecanismos reglamentarios de exclusión del “mérito esencial” para proteger artificialmente al “merito formal” de la competencia. Otro capítulo de la guerra entre falsas aristocracias –nobles, gremios o académicos– y el mercado.
La Universidad y sus títulos importan cuando acompañan y fortalecen al “mérito esencial. La universidad y sus títulos traicionan su razón de ser cuando escudan contra la competencia del “mérito esencial” a quienes carecen de él. Ni más, ni menos.