Por Lawrence W. Reed
Tal vez sea natural y comprensible para la mayoría de la gente pensar que cosas como el “liderazgo” y el “carácter” se forjan y se evidencian en respuesta a las crisis. Es bastante evidente en la actualidad que las figuras públicas se juzguen por la forma en la que están manejando la pandemia del virus.
En todo el mundo, la gente generalmente, aunque a regañadientes, está adoptando el modelo del “hombre fuerte”. El “líder” que toma el mando, da órdenes, cierra las cosas, amenaza con un castigo y exige conformidad se gana los aplausos. Cualquier otra cosa correría el riesgo de ser criticado como “vacilante” o “débil”.
Una invasión mortal, ya sea de ejércitos visibles o de patógenos microscópicos, requiere medidas extraordinarias. Cuáles tienen sentido y cuáles no, es ciertamente discutible y no es mi objetivo aquí. Me levanto para instar a mis conciudadanos a que juzguen el liderazgo y el carácter por algo más que el comportamiento ante la crisis. Es lo que viene después lo que a menudo es más importante.
El mejor momento de George Washington no fue en el campo de batalla de la Guerra de la Independencia. Perdió más batallas de las que ganó. Su presidencia fue de una capacidad promedio, notable por un puñado de logros. No, su grandeza para la época surgió de momentos cruciales cuando pudo haber elegido el poder pero declinó. Fue el rey que afortunadamente nunca tuvimos, el hombre que dio el ejemplo a la gente libre de evitar el poder concentrado y permanente.
En la edición del 30 de marzo de The Telegraph en Londres, Tim Stanley hace un poderoso comentario al respecto. Su columna se titula No te asustes y no renuncies a tus libertades. Stanley nos ruega a todos que seamos racionales y mantengamos la perspectiva:
“No es justo saltar a la garganta de cada empleador que intenta mantener un negocio abierto; no es justo que la policía nos pida espiar a quienes rompen las reglas. Si un periodista plantea dudas sobre la estrategia, no significa que no le importe, sino que expresa su derecho a disentir, a menudo con valentía. El miedo no conduce a un debate racional. En momentos como este, cuando uno se ve obligado a ver la histeria total de los noticieros de televisión, se comprende cómo una sociedad se mete en una guerra o en una cacería de brujas.
Y esa es mi segunda petición: no abandonemos nuestra libertad. Según una encuesta del Telegraph, el 86 % de nosotros está dispuesto a renunciar a sus libertades civiles para ayudar a vencer el coronavirus —y creo que quieren decir (espero que quieran decir) temporal y voluntariamente, en cuyo caso estoy totalmente de acuerdo—. La abnegación es buena: el espíritu adecuado debería ser ‘Estoy feliz de quedarme en casa si eso ayuda a salvar vidas’. Pero no debería ser ‘Haré lo que me digan porque estoy aterrorizado y el Estado sabe lo qué es lo mejor’. Si esa es la forma en que la mayoría de nosotros piensa ahora, entonces, a la larga, estamos realmente condenados. Una sociedad que no aprecie instintivamente la libertad acabará perdiéndola.
No digo esto por autocomplacencia: al contrario, soy prácticamente un ermitaño y puedo vivir encerrado así el tiempo que sea necesario. No, me alarma que los poderes de arresto y detención se hayan fortalecido dramáticamente; que se hayan suspendido nuevos juicios con jurado; que los prisioneros se vean obligados a pasar hasta 23 horas al día en sus celdas y se les prohíba ver a sus amigos y familiares; que se hayan cancelado las audiencias de la junta de libertad condicional. Tal vez todo esto es necesario y justificable, pero tenemos que cuestionarlo y debemos permanecer en guardia contra el “Gran Hermano”. Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para proteger los derechos humanos es una prueba tan importante del carácter de una nación, como lo que llegáramos a hacer para proteger la vida humana [énfasis mío]”.
En otras palabras, nuestros “líderes” no son los únicos que deberían estar bajo el microscopio. La forma en que el resto de nosotros reaccionemos al poder que ellos ejercen dice mucho de nosotros.
El ejemplo de Washington trae otro a la mente, el del antiguo orador y estadista Marco Tulio Cicerón. En la cima de su poder como Cónsul, habiendo sofocado una amenaza mortal a la libertad romana, Cicerón se apresuró a devolver el poder al pueblo. Cuando su mandato de un año terminó, cumplió con el requisito del límite de término y se retiró. Como Cincinato anteriormente, Cicerón hizo el trabajo y se fue a su casa.
Cicerón anhelaba tanto la libertad como la normalidad. Las naciones son grandes en la medida en que anhelen la libertad. Algunos dicen que la grandeza de América durante la Segunda Guerra Mundial se demostró en nuestras increíbles habilidades para bombardear al enemigo hasta hacerlo pedazos. Creo que, en cambio, demostramos nuestra grandeza cuando nos alejamos una vez se terminó la tarea. No anexamos a Japón o a Europa Occidental como, digamos, los soviéticos hicieron efectivamente con Europa del Este.
Cuando la pandemia termine por fin, la retrospectiva nos ayudará a comprender y evaluar plenamente las medidas empleadas. Seguramente, algunas de las medidas que la gente asustada aceptó de inmediato en la emergencia se considerarán adecuadas. Otras medidas serán consideradas como mal informadas, precipitadas o contraproducentes. Y quizás los puntos de referencia más reveladores de liderazgo y carácter vendrán después.
De algo estoy seguro: la libertad es tan importante para mí que la vida sin ella es simplemente impensable. No sancionaré su limitación permanente por el bien de la conveniencia temporal. Juzgaré el liderazgo y el carácter de los que están en el poder por la rapidez con la que se quitan de encima, de nuestros bolsillos y de nuestro camino cuando la crisis haya pasado. Juzgaré con la mayor severidad a aquellos que usan la situación para consagrar al Estado como nuestro amo. Con ese fin, invito a los lectores a pensar en estas palabras de sabiduría y advertencia:
“El verdadero peligro es cuando la libertad es mordisqueada, por conveniencia y por partes”, Edmund Burke, 1777.
“Todos los hombres pueden ser peligrosos. La única máxima de un gobierno libre debe ser no confiar en ningún hombre que conviva con el poder para poner en peligro la libertad pública”, John Adams, 1772.
“Si amas más la riqueza que la libertad, la tranquilidad de la servidumbre más que el anhelado camino de la libertad, vuelve a casa en paz. No os pedimos ni consejos ni armas. Agáchate y lame las manos que te alimentan. Que vuestras cadenas se pongan ligeramente sobre vosotros, y que la posteridad olvide que fuisteis nuestros compatriotas”, Samuel Adams, 1776.
“La necesidad se excusa de toda violación de la libertad humana. Es el argumento de los tiranos; es el credo de los esclavos”, William Pitt, 1783.
“Es el destino común de los indolentes ver sus derechos convertirse en presa de activos. La condición sobre la que Dios ha dado libertad al hombre es la vigilancia eterna; la cual, si se rompe, la servidumbre es a la vez la consecuencia de su crimen y el castigo de su culpa”, John Philpot Curran, 1790.
“Aquellos que renunciarían a la libertad esencial, para comprar un poco de seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”. – Benjamín Franklin, 1755.