Bogotá, 12 mar (EFE).- Han pasado 16 años, pero Uberney aún guardaba la esperanza de que su padre, que desapareció cuando él apenas tenía 13, estuviera vivo. Este sábado, pudo cerrar un largo y doloroso ciclo de búsqueda y los restos de este campesino colombiano descansan por fin, con dignidad, en un cementerio.
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Olícer Echeverry desapareció en 2007 mientras sembraba yuca en una finca cercana a la carretera en Samaná, un corregimiento del céntrico departamento de Caldas. El relato es confuso pero podría haber muerto en un enfrentamiento y haber sido enterrado sin identificar.
El día anterior, la familia había recibido la visita de un grupo armado que los obligó a abandonar la finca, pero Olícer se quedó detrás.
“Salió un día de su casa, fue a recolectar yuca y nunca regresó”, dice a EFE su hijo, que justifica esta falta de concreción con las mismas palabras que lo hacen tantos campesinos en Colombia: “Había guerra”.
Su madre, Donelia López, salió a buscarlo, a preguntar, “pero nunca recibió respuesta de nadie”. El sepulturero del cementerio le dijo que el día anterior habían traído un montón de cuerpos, pero no le dejó verlos y hasta ahora, 16 años después, nunca más supieron sobre él.
La impotencia de la búsqueda
Este sábado, Uberney, que llevaba años de búsqueda marcada por la impotencia, pudo enterrar a su papá en el cementerio de su pueblo natal, después de que la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) llegara en 2019 a su caso y empezara a buscar a Olícer y otros 185 desaparecidos de esta misma zona.
En septiembre de 2020, gracias a una medida cautelar de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), intervinieron el cementerio de San Agustín y recuperaron 24 cuerpos, de los cuales 8 han sido identificados: el de Olícer es el último de ellos.
“Uno siempre guarda la esperanza de que esté vivo”, reconoce Uberney, por lo que enterarse de la noticia fue un golpe duro.
Al menos ahora tiene dónde dejar flores y recordar a este campesino, que rememora -con emoción contenida- como una persona muy trabajadora, que hizo que sus cuatro hijos fueran la envidia del pueblo, pues sus botas podían estar roídas pero nunca las de sus hijos.
Territorio invisibilizado
Han sido años muy duros, donde incluso a él que apenas llegaba a la adolescencia, lo amenazaron. Siempre se creyó que Caldas era uno de los pocos remansos de paz del país en los años más duros del conflicto, y por eso lo que sucedió en esta región del Eje Cafetero ha sido invisibilizado.
“Eran zonas rojas donde había presencia de grupos guerrilleros, de paramilitares”, explica Uberney, y por el “afán del Ejército” de acabar con ellos, “se cometieron muchos errores” y uno de ellos fue su papá.
Este joven, que ahora tiene 29 años y quiere estudiar para ser técnico en Farmacia, recuerda los “métodos macabros” con los que creció.
Las fincas donde cultivaban yuca quedaban muy cerca del camino real, el que conectaba con los núcleos más poblados, y por ahí pasaban todos los grupos. “Los grupos se acercaban, nos golpeaban”, recuerda.
Las desapariciones de familiares comenzaron a generar episodios de venganza. “Muchas personas tomaron otros caminos”, recuerda el joven. De los 25 muchachos con los que estudiaba en la escuela, apenas quedan 3.
“Esa época acabó muchas familias”, reconoce. Los más “grandecitos” del colegio, acabaron como su papá. Y el resto: reclutamientos forzados, jóvenes que se iban a la guerrilla o con los paramilitares buscando venganza u oportunidades, fuegos cruzados, ejecuciones por ser acusados de colaboradores…
Después de estos 16 largos años, Uberney reconoce que es duro volver a recordar esa época, volver a traer a la memoria las situaciones que vivieron él y su familia, pero al menos ahora tiene la certeza de lo que pasó y puede dejar de buscar a su padre.