Por Asier Morales Rasquin
Una sucesión de diferentes tipos de protestas se esparcen en la región desde hace algunas semanas. Aunque cada una tiene su causa y ecosistema, delatan la existencia de grandes inconformidades que claman apasionadamente por “cambios”.
Pero la dirección es incierta y, si apreciamos la tendencia y la historia reciente, parece que preferimos destruir que aportar. Seguramente por eso, no brillamos. Nuestra llama o apasionamiento no tiene dirección y, sin dar luz, deja abundantes cenizas.
Estas insatisfacciones viven en diversos sectores y países, pero nos llama la atención el vigor con el que han explotado en locaciones comparativamente cómodas, desarrolladas y, a veces, económicamente estables.
Este último es un fenómeno complejo, en este artículo lo trataré solo desde una perspectiva psicológica, que puede acompañarse de otras hipótesis.
La elasticidad de la costumbre
El ser humano es una criatura increíblemente adaptable. Somos capaces de soportar penurias que avergonzarían a Roman Polanski -director del agónico filme El Pianista del año 2002- y, complementariamente, también podemos habituarnos a comodidades tan elevadas que lucen ridículas, especialmente, a quienes no las disfrutan.
Una de las claves para entender la elasticidad entre lo extremo de las condiciones a las que podemos adaptarnos es la costumbre, ese proceso a partir del cual la reincidencia de ciertas circunstancias generan el acomodo a las mismas, ya sean positivas o negativas.
La adaptación, que asume que el día siguiente será aproximadamente parecido a anterior, va asentándose poco a poco. Ya sea que vivamos en un campo de concentración gigante -como ese en el que tristemente se ha transformado mi Venezuela, por poner un ejemplo cercano-, o en una civilización operativa, cómoda y segura.
Somos perfectamente capaces de asimilar y adaptarnos a cambios moderados sin demasiadas complicaciones, pero cuando son drásticos y negativos entramos al territorio de la tragedia. Por su parte, si son positivos será irrelevante qué tan violentos resulten, casi siempre nos ajustaremos sin esfuerzo.
Este es el punto central: nos acostumbramos con facilidad a las comodidades que disfrutamos, olvidamos de dónde salieron y las damos por sentadas. En una situación de tranquilidad pequeños desajustes representan grandes malestares, pero luego seremos igualmente capaces de adaptarnos a una vida de escasez y miseria, si se presenta de manera suficientemente progresiva o irremediable.
Frustración y malcriadez
La frustración es la reacción natural ante la resistencia de la realidad al cumplimiento de nuestros deseos y es una condición pre-establecida de la vida. Independientemente del nivel de tranquilidad, éxito o comodidad que alcancemos podemos estar seguros de que seguirán habiendo frustraciones.
Uno se adapta a sus circunstancias, pero el dispositivo personal a partir del cual se nos presentan deseos y aspiraciones sigue activo cuando hemos experimentado grandes satisfacciones.
La experiencia común parece señalamos que más complacencias, en lugar de facilitar la asimilación de mayores frustraciones, estrechan nuestra capacidad de aceptar disgustos. Bien sabemos que no se trata de una relación simple ni lineal, pero lo cierto es que la ausencia de frustraciones suele conjurar baja tolerancia a las mismas.
Cabe aclarar que el desborde de malestares también deteriora el mecanismo psíquico relacionado con la tolerancia a la frustración, pero por otra vía.
Estado de bienestar y otras fantasías
El bienestar es vivido como una garantía en algunas culturas especialmente desarrolladas, desde hace varias generaciones. Lo que representa un suministro ingente de personas poco acostumbradas a frustraciones fundamentales -de las que amenazan la propia existencia- y altamente demandantes de mayores o más accesibles formas de satisfacción.
Ahora bien, el estado de bienestar, que es poco más que una carcasa publicitaria, no enuncia los costos y las responsabilidades implícitas en la concesión de sus “beneficios”. Sus defensores solo se deleitan en la repetición interminable de lo que “soluciona” y de lo urgente que es solucionarlo. Esta fórmula acentúa la idea de que somos merecedores de todo, sin que nadie en particular deba hacerse cargo de nada.
En este proceso se activan abstracciones confusas y convenientes como “la sociedad”, “el estado” o “la constituyente”. Comodines discursivos que ocupan el lugar en el que habríamos de encontrar responsables. Sin sorpresa recordamos la lamentable y célebre máxima comunista, plena de sorna vacía: “que paguen los que tienen la plata”, que deja a un eterno alguien más la carga de proveer lo que se necesita.
Clave evolutiva
Por otro lado, una paradoja adicional es que la baja tolerancia a la frustración parece ser uno de los motores de la civilización.
De aceptar llanamente las diversas limitaciones de la realidad no habríamos ensayado modos para superarlas, quedándonos evolutivamente estancados. Pero es evidente que si la frustración solo se manifiesta en berrinches, quejas, clamores y consignas, es imposible que algo diferente a más insatisfacción sea la experiencia fundamental que acompañe a la humanidad contemporánea.
Como en casi todas las ocasiones, el problema no se centra en la vivencia de malestar ni tampoco en la cualidad personal para tolerar la realidad o no -aunque esta variable no es irrelevante-, sino en los recursos creativos dispuestos a generar soluciones diferentes ante la desilusión.
Si la vía para la superación de las resistencias de la realidad se limita a la queja y a la descripción de las injusticias, el sistema se torna masturbatorio: la queja elabora lo difícil de la situación sin impulsar ningún movimiento y la realidad se mantiene intacta facilitando la queja. Todo se queda igual, sintomática y cíclicamente igual.
Quien ha saboreado los beneficios -efímeros pero existentes- de este tipo de estancamiento conoce lo tentador que puede ser. Después de todo, participar de la construcción de soluciones realistas -que brillen- es una invitación angustiante. Lamentarse reiterativamente del imperfecto útero materno en el que nos mantenemos y desde el que lo quemamos todo, suele ser mucho más cómodo y seguro.
Asier Morales Rasquin es psicólogo clínico, psicoterapeuta, egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela.