Francis Scott Fitzgerald nació en Minnesota, el 24 de septiembre de 1896 y nunca murió. Esa es la gran verdad. Sigue vivo… Contrariado, ebrio, nostálgico; enamorado de la idea del amor… Roto, sí. Vacío, también. Esperanzado, soñador… Siempre. Siempre. A muy pesar de los pesares: de las no pocas tormentas que lo abatieron y que él mismo creó, moldeó y a las que se lanzó, a sabiendas que todo lo malo estaba por ocurrir.
¡Hey, silencio! Francis ha entrado al bar. Nadie lo reconoce. Claro que si su nombre fuera mencionado… Nah, en estos tiempos, mucho más locos y ciertamente menos glamorosos que aquella maravillosa Era del Jazz, igual sería ignorado. Y él lo sabe. Lo sabe y lo enferma. Sin embargo, lo acepta. No queda otra.
Por eso apenas se desliza suavemente hasta acomodarse a mi lado, como si fuera gas, acaso helio, que rápidamente asume forma humana. Es la postal que se repite en todo el mundo, minuto a minuto: dos borrachos frente a la complicidad inmortal, perversa y sagrada de una barra.
Francis está en sus tempranos 40 pero, a pesar de su traje impecable y cabello esculpido, luce tan gastado como si hubiera pasado décadas ahogado en una botella de ginebra, casado con una esquizofrénica egomaníaca y abrumado por la sensación caníbal de saber que sus grandes poderes, con los que alguna vez realizó hechizos literarios tan poderosos que la vida misma se armó bronca contra él, al saberse desnuda ante su pluma, ya no existen. Ese es el hombre a mi lado. Un titán herido, con la espada a cuestas.
Francis suspira. Intercambiamos miradas. Ordena un Gin Rickey a un bartender milenial, al que debe explicar que la bebida se compone de dos partes de ginebra, una de limón, soda y una rodaja de limón. Un elixir elegante… Para tiempos memorablemente decadentes.
Las voces dentro del bar entablan duelo con la música insoportable, urbana o como sea que le etiqueten y apenas suelto una disculpa a Francis. Le pido perdón en nombre del fracaso de esta cultura de desecho. Él eleva su vaso y sonríe, porque sabe que tras el primer trago, nada más importará. Y es que él, que lo ha atravesado todo, conoce el rigor de las malas tramas sociales.
No quiero preguntarle lo obvio. No quiero decirle, tampoco, que siento lástima de su vida (lo cual sería una mentira hipócrita, ya que realmente siento envidia). No pretendo comentarle que sé que él era Gatsby y que luchó tanto como lo hizo Jay, para conseguir ¿la atención? ¿Amor?, de un ser tan desalmado y tóxico —sí, tal vez deba aclararle que es un término de moda en mi presente— como su mujer, Zelda… ni imaginar la cara que pondrá cuando se entere de que hicieron un video juego (La leyenda de Zelda) con el nombre de su esposa, la que está recluida en un psiquiátrico, en el que es una… Princesa.
—Videojuego— murmuro.
Francis atisba un comentario.
—La vida es un Videojuego— suelto sin que él preste atención.
Aunque sí quisiera preguntarle por qué escribió tan pocas novelas. Pero como escritor, conozco la respuesta: no hay respuesta.
Y tras una pausa y varios sorbos, comprendo que realmente no es necesario preguntarle algo diferente a “¿puedo brindar la próxima ronda?”, y algo tan absurdo, tampoco se pregunta. Porque toda su esencia quedó impresa en This Side of Paradise, 1920; The Beautiful and Damned, 1922; The Great Gatsby, 1925; Tender Is the Night, 1934 y su obra póstuma e inconclusa, The Last Tycoon, 1941. Cada una de esas páginas está empapada de sueños, anhelos y choques durísimos contra el granítico muro de la realidad. Cada una de esas páginas es Francis. Cada frase, párrafo, es un eslabón de la eterna batalla existencial entre Querer VS. Tener; el duelo entre ideales y traiciones… Glorias y duelos. Si la literatura es un rompecabezas (y miren que termina rompiendo cabezas y almas), Francis completó, como nadie, una figura infinita y perfecta en El Gran Gatsby… porque tuvo el coraje de autorretratarse, aplicando lacerantes pinceladas a los ángulos más vulnerables de la arquitectura de su ser.
He optado por guardar silencio y escuchar alguna que otra anécdota que, de pronto, ilumina las pupilas de Francis. Extraña y recuerda a Ernest. Y al grupetín parisino. Se recuerda a él mismo… Al Fitzgerald enorme… Antes de sentirse falso, cuando no le quedó más opción que entregarse a Hollywood.
Y yo… Quisiera decirle puede que gente como nosotros haya metido la pata de muchas maneras, pero que hay una generación nueva que aspira lo más… y ahí me detengo en seco. No tengo corazón ni suficientes tragos encima para explicarle el diagnóstico de una generación cuyas aspiraciones se balancean entre ser youtubers y/o TikTokers.
Francis no se merece…
Un vistazo. Francis está de pie. Acomoda su traje. Pienso en la fecha. Septiembre 24. Le deseo feliz cumpleaños. Francis asiente y luego de decir, “take care, old sport”, desaparece, más allá de la salida… Más allá del gran todo… remando contra la corriente… la feroz corriente del día a día, la que todos enfrentamos, la que tenemos al frente, a cada lado, bajo nuestros pasos… Y que intenta arrastrarnos contra el pasado… Pero remar, remar con ganas y sueños y seguir remando… hasta divisar la orgiástica luz verde, en el lejano muelle de lo posible.