El término “woke” no es nuevo. Nada es realmente nuevo. Las sociedades solo reciclan y empaquetan lo que ha servido en algún momento. Utilizado por primera vez en la década de 1940, la palabra ha resurgido en los últimos años como un concepto que —en apariencia— simboliza la toma de conciencia en torno a los problemas sociales; injusticia, desigualdad y los prejuicios.
Pero la popularidad —desde que movimientos marxistas como Black Lives Matter (BLM) resucitaron su uso— ha diluido su significado y la idea se ha aplicado cínicamente a todo, desde refrescos hasta máquinas de afeitar, convirtiéndose en una extensión y representación generacional con rúbricas de izquierda, para acallar y culpar… Todo, menos “despertar”.
Señalamiento de virtudes
Un aspecto básico de todo el “wokeismo” es señalar las virtudes personales. Sí. Llamar la atención: a veces mediante la victimización o la crítica salvaje a aquellos que muestren creencias, tendencias o comentarios diferentes. Entonces, toda la ecuación woke adquiere el talante de una cacería de brujas global.
Es vulnerar —incluso más— a una generación de cristal.
En un artículo publicado en The Wall Street Journal, Ayaan Hirsi Ali escribió: “No voy a equiparar el ‘wokeísmo’ con el islamismo. El islamismo es una cepa militante de una fe antigua. Sus seguidores tienen un sentido coherente de lo que Dios quiere que logren en la tierra para ganar recompensas en la otra vida. El ‘wokeísmo’ es en muchos sentidos un credo marxista; no ofrece más allá”.
Dinero despierto
Lógicamente el mundo corporativo le dio un respaldo a la generación woke y, pues, para en el camino montar polémica y generar ganancias. Nike. Pepsi. Adidas. Calvin Klein. La lista es larga y no sorprende a los que ven que en cada una de las campañas publicitarias dirigidas a los woke no hay factores de cambio real, sino pueriles estrategias de mercadeo disparadas a un target muy fácil y dócil.
Por demás, el despertar corporativo actúa como un placebo, un sustituto de las concesiones económicas de las corporaciones. Las declaraciones de los CEO, los anuncios, el activismo, cuestan mucho menos que sueldos más altos y mejores beneficios para los trabajadores, o precios más bajos para los clientes (¿o acaso lo que venden ahora es más barato?).
Sin mencionar que la hipócrita economía woke, si nos referimos a los EE. UU., coloca a las corporaciones a favor de los legisladores liberales, con la esperanza de un trato favorable y blando de estos últimos.
Pero a gran escala, las corporaciones y los activistas de izquierda quieren exactamente las mismas cosas: globalización —o, en términos marxistas, el “internacionalismo”— que siempre ha sido un objetivo de la izquierda.
“El ‘wokeísmo’ divide a la sociedad en innumerables identidades”, escribió Ayaan Hirsi Ali, “mientras que la segmentación de los islamistas es más simple: creyentes y no creyentes, hombres y mujeres. Hay muchas otras diferencias. Pero considere las semejanzas. Los seguidores de cada uno persiguen constantemente la pureza ideológica, seguros de su propia rectitud. Ni los islamistas ni los woke participarán en un debate; ambos prefieren el adoctrinamiento de los sumisos y la condenación de los que resisten”.
Y nada que se base en el fundamentalismo y extremismo de ideas, puede generar algo positivo. Cierto. Puede producir cambios… Pero jamás favorables.