EnglishA estas alturas, es evidente que la columna vertebral del populismo latinoamericano está constituida por el sector estatal, es decir, por las empresas estatizadas por los gobiernos de turno que, por regla general, exhiben un funcionamiento deficitario e improductivo, y cuyo producto invariablemente se resume a una seguidilla de fracasos y de resultados económicos negativos.
Asimismo, éstas se encuentran regenteadas por una burocracia estatal que en su esencia teme a la competencia y rechaza fervientemente tanto la innovación, como el progreso económico.
Como contrapartida, la importancia del espíritu empresarial y de los emprendedores como aporte al crecimiento de cualquier país es fundamental, siempre que se dé un marco de absoluta libertad laboral. Aquellos hombres, que hacen de la batalla contra la regulación estatal una carrera, son generadores de competencia, motores del crecimiento y de las mejoras en la calidad de vida de las personas; es decir, son los verdaderos héroes. Los ejemplos abundan en todo el mundo.
La figura exactamente opuesta al espíritu emprendedor está dada por los autoproclamados y endiosados caudillos, que, mientras juran en sus discursos hacerlo todo en nombre del pueblo, en realidad lo saquean y menosprecian.
A raíz de eso, los latinoamericanos le han creído a los políticos populistas que el empresario, a través de sus ganancias, desarrolla una actividad inmoral por definición. De allí se ha promocionado la idea de que sus utilidades deben siempre ser repartidas y puestas a la orden del gobierno y del colectivo, lo que ha justificado la puesta en marcha de una —cada vez mayor— destructiva regulación del mercado.
El resultado final ha sido invariablemente una baja productividad en la industria, mala calidad de los productos encarecidos y una abrupta caída del salario real.
América Latina precisa de una revitalización urgente y definitiva de la cultura del emprendimiento, que solo logrará consolidarse a partir de la eliminación del proteccionismo y de los regímenes impositivos que resultan letales para la producción y para la innovación. El proteccionismo, a diferencia de lo que proclaman los populistas, no logra más que perjudicar al consumidor.
Las empresas privadas deberían ser libres de competir, del mismo modo que los consumidores deberían ser libres de elegir.
El despilfarro, el clientelismo y la corrupción endémica son otras de las consecuencias directas del Estado empresario, que así nos ha mostrado los resultados más destructivos de su naturaleza. Porque nada conoce el político sobre los incentivos y la competencia. El Estado empresario suele solucionar el déficit de su empresa estatal, de la que es administrador, haciendo que éste sea pagado por el contribuyente, es decir, por usted.
Para la dirigencia política latinoamericana, aún se vuelve muy difícil admitir que el verdadero proceso de la generación de riqueza se encuentra en el sector privado, y jamás en la esfera estatal. La prosperidad se hallará cuando los gobiernos expropiadores pongan un alto a su comportamiento destructor, y dejen de atribuirse el rol del Estado empresario.
El sector estatal solo administra lo recibido a partir del cobro de impuestos y tributos. El Estado a la larga no produce nada más que escasez, miseria y hambre. A diferencia de la quiebra de una empresa privada, donde el principal damnificado es su dueño, las desventuras del Estado empresario y sus consecuencias son pagadas, nuevamente, por usted.
América Latina debe abandonar, una vez por todas, la creencia populista errónea de que lo que es propiedad estatal le pertenece a todos. Si esta prerrogativa fuese cierta, todos estaríamos compartiendo las utilidades generadas por las empresas estatales. ¿No es significativo que, invariablemente, siempre suceda exactamente lo opuesto? La idea de la propiedad se convierte en un sinsentido cuando hablamos de la “propiedad del Estado” o la “propiedad de todos”. Esta idea termina siendo nada más que una expresión cínica.
No obstante, la economía dispone de varias salidas para liberar su poderío. Entre ellas, se encuentra la independencia total del banco central, el freno definitivo al proteccionismo nacionalista, la creación de las condiciones de una verdadera apertura de la economía, la inclusión en el vocabulario del concepto de la disciplina fiscal y su puesta en marcha, y finalmente, la privatización de toda empresa pública.
Conforme ya dijimos, al Estado le corresponde facilitar el surgimiento de nuevas empresas y desregular la actividad económica, y no expropiar emprendimientos o estructuras cuyo déficit luego tenga que ser financiado a través del incremento violento de impuestos y trabas al comercio.
El cambio será posible solo cuando en nuestra región se conozca el verdadero significado del progreso y del origen del crecimiento económico, y cuando logremos deshacernos del flagelo populista.