Finalmente, tras efectuarse este domingo la primera vuelta de la elección presidencial en Brasil, el resultado final se decidirá en un balotaje el próximo 28 de octubre entre Jair Bolsonaro (del Partido Social Liberal) y Fernando Haddad (del Partido de los Trabajadores, fundado por Lula). O, como les llaman sus detractores, Bolsonazi y Malddad.
Quien resulte electo sucederá a Michel Temer, el mandatario más impopular desde la restauración de la democracia en 1985, quien, por cierto, al dejar el poder el próximo 1 de enero, perderá su inmunidad y podría enfrentar varios procesos judiciales en su contra. Si entonces se le procesa, la justicia brasileña habrá ratificado su credibilidad y cimentado un mayor apoyo.
La elección entre Bolsonaro y Haddad no es, contra lo que muchos han querido hacer creer, elegir entre un demócrata o un fascista. En realidad, uno y otro son expresiones particulares de un acendrado populismo: un populismo clientelar y corrupto en el caso de Haddad; un populismo autoritario y conservador en el caso de Bolsonaro. En tal sentido, ambos candidatos ni por asomo son las visiones de un país moderno, competitivo y de más oportunidades que requiere una de las mayores economías del mundo y la principal de América Latina. Ambos son, simplemente, resultado de los detritus que dejaron Lula da Silva y su corte de ladrones.
La crítica situación del país explica, aunque no justifica, elegir entre ambas desesperanzas, Bolsonazi o Malddad, como si de elegir entre el cáncer o el SIDA se tratara. Con 64.000 asesinatos al año, una violencia endémica, catapultada por el narcotráfico, 13 millones de desempleados, con un decrecimiento del PIB del 11 % en dos años, una reactivación económica que no alcanza a tomar vuelo y que podría tardar aún un par de años en hacerlo, y un profundo desencanto social ante el quiebre del “milagro brasileño” y, sobre todo, las corruptelas que involucran a buena parte de sus élites políticas y empresariales, la situación de Brasil no es fácil ni prometedora.
Lula y su sucesora, Dilma Rousseff, son los causantes, en buena medida, de este cuadro, y, en consecuencia, de que la campaña presidencial se haya movido en un clima divisivo y de polarización, de antipetismo y fake news. Así, la dura competencia entre Bolsonaro y Haddad evidenció una aguda e irreparable división social en el país, pero no la creó: ya estaba allí. Y lo más probable es que seguirá allí, sea quien llegue al Palacio de Planalto. Para los bandos enfrentados, será más atractivo tratar de obstaculizar y hasta destruir al rival que cooperar con él. Y la democracia brasileña sufrirá: sus peores momentos, en consecuencia, aún están por delante.
Con el 46 % de los votos emitidos este domingo, Bolsonaro seguramente no es el candidato perfecto para muchísimos brasileños, pero en el clima de polarización del país, a ellos les bastó con saber que no era miembro del PT. Así, Bolsonaro explotó una imagen de candidato anti-Lula y anti-establishment, a pesar de su larga carrera política en varios partidos. Y dada su carrera de excapitán del Ejército, pudo hacer creíble su discurso de orden, autoridad y honestidad, frente a una desesperada sociedad brasileña por el crimen y la inseguridad, y que quizá por ello, estuvo dispuesta a obviar sus posturas misóginas, antiminorías, tradicionalistas, de cierta nostalgia por la dictadura y cercanas a las poderosas iglesias evangélicas.
Al respecto, ¿Bolsonaro es un fascista, un peligro para la democracia, como dicen sus críticos? Tengo para mí que no: es solo un conservador autoritario, ciertamente sin un filtro conectado entre mente y boca, lo que por otra parte le ha sido útil para mostrarse como un hombre honesto, que dice lo que piensa. Pero quienes lo tachan de fascista, olvidan convenientemente, por ejemplo, que tanto Lula como Dilma acomodaron sus posturas en el poder a las ideas de las iglesias evangélicas, en temas como aborto, familia y reconocimiento de derechos LGBT, además de que Dilma frenó todo esfuerzo público contra la homofobia, y rehuyó cualquier acercamiento con los grupos de diversidad sexual y de género, quienes le entregaron el “premio” Pau de sebo como enemiga del movimiento LGTB.
Con Bolsonaro en la Presidencia, ciertamente los derechos humanos pueden sufrir, por lo que habrá que exigirle contención y un escrupuloso respeto a la legalidad y a las garantías individuales. Igualmente, habrá que observar sus propuestas económicas, donde ha sido evasivo e impreciso, aunque muestra cierta proclividad al nacionalismo económico y el proteccionismo comercial. En cualquier caso, solo con mucho entusiasmo o falta de criterio, puede creerse que Bolsonaro es un aliado liberal. No lo es. Y conviene tenerlo claro para no asumir desde ahora sus culpas y errores.
Con el 29 % de los votos, el desempeño del Haddad es el peor en dos décadas del PT y anuncia un cambio de época en Brasil. En 2006, Luiz Inácio Lula da Silva había logrado el 48,6 % de los votos, casi ganando en primera vuelta. Ese fue el mejor desempeño electoral del PT, y comparado al de este domingo, equivale a una pérdida de 20 puntos porcentuales en 12 años. De ese tamaño fue el categórico castigo de los brasileños a la inmensa corrupción prohijada por Lula y el PT.
Casi como un amargo símbolo de esa debacle electoral, Rousseff fue derrotada este domingo en su intento de retornar al escenario político, compitiendo por un escaño en el Senado por el estado de Minas Gerais. Pero con apenas el 15 % de los votos, se quedó fuera, tan solo dos años después de haber dejado la Presidencia, bajo el halo de sufrir un “golpe de Estado” y ser una “perseguida política”. Una “perseguida política”, por cierto, a la que la Justicia brasileña dejó competir, pese a la múltiples impugnaciones a su candidatura, desmintiendo así una supuesta “persecusión judicial” en contra del PT y de Lula.
En tan solo tres semanas hasta la segunda vuelta, Haddad deberá demostrar que no es un instrumento de Lula, despejando toda duda sobre su propia y cuestionada honestidad y precisando sus propuestas, hasta ahora bastante vagas, como las de Bolsonaro. Haddad necesitará venderse como el candidato anti-Bolsonaro, a fin de captar la casi totalidad de los votos de los brasileños que no se inclinaron por aquel, y a la vez, ser el candidato anti-Lula, para distanciarse creíblemente de su padre político y de su partido, un equilibrismo que se ve bastante difícil que pueda lograr.
De modo que solo un vuelco radical, improbable, el próximo 28 de octubre, evitará que Bolsonaro gobierne a partir del 1 de enero a Brasil, una de las economías más grandes de América Latina.