Los recientes videos donde se muestran al corrupto exgobernador mexicano, Javier Duarte, sonriente, bromeando y amenazando con tener argumentos suficientes para su defensa no pueden hacer menos que provocar escalofríos y una reflexión seria sobre el problema de corrupción que enfrentamos como país. ¿Cómo es posible que casos tan faltos de escrúpulos y dignos de películas de Hollywood puedan seguir sucediendo en nuestro país en pleno siglo XXI?
De los 36 países que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) México ocupa el último lugar repecto a niveles de corrupción y ocupa el puesto 123 de 176 países analizados en el índice que mide la percepción de la corrupción elaborado por el organismo “Transparencia Internacional”
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Esta realidad tiene un efecto devastador sobre la economía del país; internamente hace que sea mucho más caro y complicado emprender y es un constante freno a la productividad nacional, mientras que internacionalmente nos coloca como un país poco atractivo para la captación de capitales y la generación de nuevas oportunidades de inversión sostenibles.
Todo esto sin mencionar el tremendo efecto cultural que estas realidades están generando en nuestra sociedad. “El que no tranza no avanza” se ha vuelto el lema con el que empresarios, políticos y ciudadanía en general conduce sus acciones y decisiones, generando un nivel de descomposición social que ya es imposible de solucionar en el corto plazo.
Existen un sinfín de iniciativas provenientes de las mismas instituciones gubernamentales y de la sociedad civil para combatir a la corrupción, la más reciente y más importante es quizá la implementación del “Sistema Nacional Anticorrupción”, que no evitó que México cayera 30 puestos en esa materia durante el último año.
El gran problema de esta iniciativa es muy simple: se pretende algo que por mera lógica se antoja inviable, el gobierno no puede ser juez y parte de un problema tan trascendental.
Para combatir la corrupción primero hay que entenderla; entender su contexto, sus motivaciones y sobre todo entender cuál es la verdadera raíz del problema y eso es algo que muchos entusiastas del tema han olvidado hacer.
La solución más simplista propuesta por la inmensa mayoría señala que bastaría con cambiar de políticos para erradicar el problema.
Quizá la declaración más temeraria al respecto la hizo el eterno candidato de izquierda Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien aseguro que de llegar él a ser presidente tan solo con su ejemplo cambiaría la mentalidad ciudadana y el sistema con el que como país hemos sido formados durante prácticamente toda nuestra historia.
Querer cambiar a “los malos” por una serie de políticos “buenos” no solo es falaz e irreal, sino que es una teoría probadamente destinada al fracaso. Cada que políticos bien intencionados llegan al poder basados en promesas de honestidad y transparencia se termina de demostrar que el sistema es mucho más grande y poderoso de lo que algunos pretenden.
Una segunda propuesta de solución que es mucho más realista, pero requiere mucho más trabajo y esfuerzo a mediano y largo plazo tiene que ver con el fortalecimiento de las instituciones, la creación de un sistema jurídico con verdaderos pesos y contrapesos y la generación de un verdadero Estado de derecho.
Todo esto debe ser acompañado de la única y verdadera solución sostenible al problema de la corrupción: la creación de un músculo ciudadano que sirva de contrapeso a los poderes del gobierno a través del fortalecimiento de la sociedad civil.
Esto requiere un proceso de ruptura de paradigmas a nivel cultural con respecto a los roles del gobierno que resulta urgente a estas alturas del partido, es decir, mientras sigamos viendo al gobierno como un ente proveedor y asistencialista en lugar de un ente meramente neutral y solucionador de conflictos entre privados el problema de la corrupción seguirá latente en nuestro día a día.
Pretender que el gobierno se encargue de nuestros servicios básicos, educación, vivienda, generación de empleos y cualquier otro aspecto relevante en nuestras vidas tiene un costo muy alto en materia económica a través de los impuestos y las cargas tributarias a enfrentar y en materia social a través de pérdidas de libertades individuales.
Entre más recursos y más poder les concedamos a los políticos para administrar mayores serán sus incentivos para sacar provecho de manera corrupta a sus posiciones. Los políticos no son ángeles y como cualquier otra persona son seres corruptibles y eso es algo que no podemos dejar de lado a la hora de querer generar soluciones serias.
Basta con ver los primeros lugares de los índices antes mencionados, si bien no existe ningún país totalmente exento de corrupción, los primeros puestos, sin excepción, comparten características que tienen que ver con gobiernos abiertos, libertades de prensa, libertades civiles y poderes gubernamentales autónomos e independientes unos de otros.
En conclusión, limitar al gobierno en cuanto a funciones, atribuciones y poderes para cedérselos a los ciudadanos a través de la sociedad civil y la iniciativa privada y apostar por las libertades y la responsabilidad individuales es la manera más eficiente de generar un verdadero sistema anticorrupción.