“Pemex no se vende, se ama y se defiende”. Bajo esta premisa, miles de mexicanos salieron a las calles a protestar en contra de la Reforma Energética que comenzó su largo camino legislativo a principios de 2013 y que hoy, dando tumbos y con un panorama económico bastante incierto, comienza a tener efecto en el mercado de energía mexicano.
No es para menos ni es de extrañarse que los más nacionalistas y patriotas se atrevieran a expresar su sentir hacia una empresa paraestatal con una palabra tan trascendental y personal como “amor”. Pemex representó durante décadas el triunfo del Estado sobre “la oligarquía y el malvado imperio yankee” y se hizo un lugar en el ideario colectivo del mexicano como un baluarte de la soberanía nacional y una fuente, aparentemente inagotable, de bonanza y riqueza para la nación.
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En realidad, lejos de todo el discurso nacionalista y sentimentalista, lo que realmente Pemex siempre ha representado es la imposición del Estado sobre el ciudadano, del monopolio sobre la competencia, de la ineficiencia sobre la productividad, del derroche sobre la responsabilidad financiera y del sindicalismo y el clientelismo sobre la meritocracia.
Desde su fundación, en 1938, de la mano de Lázaro Cárdenas y la expropiación petrolera y hasta ahora, el común denominador de la organización ha sido el sentimiento de omnipotencia basado en las altas reservas petroleras, la monopolización de su uso, explotación por parte del Estado y la ausencia de tecnologías sustitutas.
La falta de competencia en un sector tan estratégico no solo permitió, sino que propició décadas de ineficiencia operacional, de contratos fantasma, de nepotismo institucional, de jubilaciones millonarias incluso a puestos medios y de un sinfín de irregularidades que hoy en día saltan a la luz como la causa número uno de su inminente desplome.
La realidad ha alcanzado a Pemex, que no solo enfrenta pérdidas millonarias, sino que tendrá que arreglárselas para subsistir con un recorte de 100.000 millones de pesos que representan cerca del 20 % de su presupuesto anual, y posteriormente comenzar a competir contra poderosas empresas del ramo.
La crisis interna es tal, que ya ni siquiera sus otrora primeros defensores y beneficiarios históricos (los políticos) se atreven a meter las manos al fuego para intentar salvar a lo que en otros tiempos hubiera sido su gran mina de oro negro e inacabable caja chica. La reforma que permite la liberación de precios y la entrada de competencia privada, aprobada por las altas Cámaras del poder Legislativo y promovida por el Ejecutivo, fue la sentencia de muerte de Pemex, al menos como la conocemos hoy en día.
En el corto plazo este ajuste generará incertidumbre y efectos secundarios que pueden resultar adversos para la economía individual y familiar de los mexicanos. Por lo pronto, se ha anunciado un aumento de entre 15 y 20 % en los precios de los hidrocarburos en territorio nacional para el siguiente mes (algo que sin duda golpeará la economía local y seguramente generará inflación). Adicionalmente, el proceso de zonificación de precios anunciado no termina de ser lo suficientemente claro como para poder prever sus efectos de manera consistente.
Este repentino aumento obedece a la eliminación de un subsidio histórico a la gasolina que, como todos los subsidios, proviene de la recaudación fiscal o el endeudamiento del Estado, ambas a costa del ciudadano promedio, por lo cual su eliminación no representa una cuestión negativa por sí misma. El verdadero problema es que esta supresión del subsidio no viene acompañada de la disminución de la carga tributaria que se antojaría como una consecuencia por demás lógica y justa para el contribuyente.
Por el contrario, la gasolina mexicana es una de las más castigadas del mundo en cuestión de impuestos. Es decir, del precio que paga el consumidor final por litro cerca del 35 % es consecuencia de una imposición estatal.
Con los datos anteriores y por increíble que parezca, han surgido voces que aun con toda la evidencia empírica de ser un caso de alto intervencionismo estatal en materia económica, se están atreviendo a culpar a los procesos de libre mercado como la principal causa de los aumentos próximos en la gasolina y el eventual desplome de Pemex.
Peña Nieto, como hubiera hecho prácticamente cualquier político, no hizo más que mentir y engañar cuando prometió que las gasolinas bajarían simplemente como consecuencia de liberalizar el mercado, sin reconocer que éste se rige por miles de fenómenos y decisiones individuales independientes unas de otras y no solo por unos cuantos planificadores centrales, como en una economía paraestatal. El intento de engaño, además, fue burdo, pues era claro desde el principio que al quitar los subsidios el precio al consumidor final aumentaría.
Sin embargo, y a pesar de estos problemas coyunturales que sin duda se presentarán tras la caída de Pemex, este acontecimiento debe analizarse como un duro golpe a la idea de la omnipotencia estatal, a la arrogancia planificadora en materia económica y al clientelismo sistemático en materia política en México.
El fin de un monopolio como Pemex es, a fin de cuentas, una lección de libre mercado al Estado que como defensores de las libertades individuales y promotores del progreso y el desarrollo sostenible debemos celebrar.