El pasado domingo 5 de mayo una pieza periodística volvió a abrir heridas y debates en Uruguay. Reafirmó también, y probablemente sin quererlo, la existencia de la grieta ideológica que divide al país, más allá de la tendencia oriental a negar las similitudes con Argentina, a menudo infelices.
La entrevista de la discordia fue realizada por Paula Barquet, periodista, editora y docente universitaria. El entrevistado fue José Nino Gavazzo, figura clave de las horas más oscuras de la nación charrúa, símbolo de la represión, tortura y muerte que azotaron a Uruguay entre 1973 y 1985.
Gavazzo, que actualmente cumple prisión domiciliaria, defendió sus acciones y mantuvo en general una posición justificativa con rasgos cuasiparanoides (todos mienten y “todo lo demás son historias. O historietas. La verdad es esa. Y no porque lo diga yo. Porque sucedió así”). Aseguró, además, no sentir ningún tipo de arrepentimiento (“si me dicen: ‘lo perdonamos si usted se arrepiente, y si no va a estar 100 años más preso’, bueno, ténganme 100 años más preso.”).
Gavazzo es un asesino, un torturador asumido. Menudo estómago (como decimos en Uruguay) debe haber tenido Barquet para soportar diez horas de diálogo con semejante personaje. No obstante, Barquet (y el medio para el que escribe, El País) fue objeto de innumerables críticas por parte de grupos asociados a la izquierda.
Se los acusa de haber “dado publicidad” a quien ciertamente es un ser nefasto. Es preferible que Gavazzo (y tantos como él) no hubiesen existido en nuestra historia. Sin embargo, sí existieron, no podemos actuar como si fueran parte de un delirio colectivo.
No todos nacimos periodistas, no nos tiene por qué gustar el periodismo (aunque sí debemos entenderlo como lo que es: sostén ineludible de la democracia y la libertad). En este sentido, es relativamente comprensible que no todos vean el interés en intentar detectar el momento preciso en el que un ser humano se transformó en un monstruo. Resulta, empero, vergonzoso que después de décadas de lidiar con un pasado extremadamente crudo, aún no se asuma la importancia de evitar volver a ese pasado (de monstruos como Gavazzo). Castigar una pieza periodística al punto de coquetear con la censura es al menos síntoma de bipolaridad.
Pero Gavazzo no fue el único asesino que volvió del pasado para colocarse en el tapete del año electoral. El lunes 7 de mayo, la Cámara de Diputados fue testigo parcial (el Partido Colorado se retiró de sala) de un homenaje a Ernesto “Che” Guevara. Y aquí la bipolaridad pasa a esquizofrenia. Asesinos a veces sí, asesinos a veces no. Torturar está mal de vez en cuando, pero en ocasiones “hay que entender el contexto histórico” o “no hay otra respuesta que la tortura para llegar a la verdad”, como explicara el expresidente José Mujica… en 2018. ¡Nunca el “estamos todos locos” fue tan elocuente!
Por un lado, se criticó una entrevista llevada a cabo de una manera prolija y profesional a un homicida sin escrúpulos que, mal o bien, está pagando por sus crímenes. Por otro, se celebra la vida y logros de alguien que expresó “papá, en ese momento descubrí que realmente me gusta matar”, como lo hiciera Guevara en una carta a su progenitor.
Hay quienes no entenderán nunca la contradicción entre estas dos posturas. Hay quienes no comprenderán jamás que a la prensa no se la calla ni se le sugiere silencio (y no por el bien de terceros, sino por el de la sociedad toda). A ellos, sepan que cualquier periodista que ame su profesión y respete los hechos, entrevistaría a un asesino de la peor calaña como José Nino Gavazzo y a uno tan sanguinario como, por ejemplo, Ernesto Guevara.