Venían de todos lados, desde los cuatro puntos cardinales, cruzaron océanos e incluso áridos desiertos; vinieron solos y vinieron luego sus familias, vinieron cansados, esperanzados, muchas veces con nada más que sus manos.
¿Qué los traía? Lo mismo que ha traído y llevado a miles de millones de seres humanos alrededor del globo: la posibilidad de un trabajo que los dignifique y enaltezca ante otros y, por sobre todos, ante sí mismos.
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La idea de trabajo, evidentemente, ha cambiado a lo largo de los siglos. Esto se debe básicamente a que el trabajo es tan dinámico como la actividad y el desarrollo humano en sí. Trabajo fue luchar en legiones, como también lo fue plantar la tierra, como lo fue asimismo extraer oro, plata o cobre de minas, como lo es tipear datos frente a un monitor.
No es nueva la idea de que la Humanidad ha llegado al fin del trabajo. Su principal promotor sea tal vez el americano Jeremy Rifkin, quien plantea que el (obviamente) malvado capitalismo ha alcanzado (o está por hacerlo, en un futuro prácticamente inmediato) el máximo de la robotización, y todo empleo conocido será sustituido por máquinas.
Como si una visión tan oscura del futuro fuese fácil de digerir, los más pesimistas también sugieren que, como consecuencia de “el fin del trabajo”, todos los ciudadanos de un país – que tendrán que ser, por supuesto, todos los países – deberían recibir sin condición alguna un ingreso básico o universal.
Absurdo como parezca, esta teoría no ha sido completamente ignorada. Sólo el año pasado, en Suiza, se llevó a cabo un referéndum que proponía un ingreso de 2500 francos suizos por adulto, y que fuera, para fortuna de los helvéticos, ampliamente rechazado (77%).
En este preciso momento, en Francia, el candidato favorito del ya debilitadísimo Partido Socialista, Benoit Hamon, coloca el ingreso básico universal en el corazón de su programa.
El ingreso universal sea probablemente el más disparatado y el más exageradamente caro de todos los proyectos socialistas. Se traduce solamente en altísimos impuestos y en la más absoluta ausencia de motivación para crecer o salir de casa, si se va al punto.
No es irracional afirmar que el socialismo no ha entendido la naturaleza del trabajo. La izquierda, en todos sus espectros, parece sostener que una persona sólo trabaja a efectos de obtener dinero a cambio. La dignidad humana pareciera estar por fuera de la ecuación socialista. La motivación y la superación no significan nada en las filas izquierdistas.
En segundo lugar, la Humanidad ha creído ya en varias ocasiones estar en la era del “fin del trabajo”. Desde la Revolución Industrial, la paranoia sobre el desempleo masivo causado por máquinas ha reinado en los sectores más fatalistas de la sociedad. Sólo un detalle pareciera ser sistemáticamente ignorado: no ha sido cierto.
Lo que la Historia nos ha demostrado es que después de cada invención significativa (bombilla de electricidad, autos, internet) la realidad se adapta a ella. Ciertos empleos se pierden, en efecto, a inmediato plazo, pero con el tiempo se crean otros.
Es cierto que estamos en una era de avances tecnológicos jamás vistos, pero también lo estaban el 1976 con respecto a 1905, en 1905 con respecto a 1823, y así sucesivamente.
La idea de que es justo recibir un ingreso básico universal porque nuestros puestos de trabajo están siendo amenazados no es pésima solo porque no se ajusta a la realidad, sino que da dos funestos mensajes: desmotiva el esfuerzo y insinúa que la innovación y el progreso constituyen un peligro.
En Francia, a Benoit Hamon lo llaman, irónicamente “papá noel”. Su promesa de proporcionar EUR€750 por mes a cada francés mayor de 18 años bien le ha valido el sobrenombre, aunque tal como una ciudadana entrevistada al respecto notó “la diferencia es que papá noel realmente me da, lo de Hamon no es dar”.
Ni siquiera en la Unión Soviética se otorgó dinero a cambio de nada: preferían inventar trabajos estatales innecesarios a tal improperio. Hoy, sin embargo, economistas como Thomas Piketty han causado estragos difíciles de sanar.
El mundo necesita preguntarse hacia dónde quiere ir, y si un futuro donde a nadie le apetezca ganarse la vida es realmente el camino que debemos tomar. Irónico como parezca, no estamos ante el fin del trabajo; pero de extenderse y aprobarse la idea del ingreso universal, sí lo estaremos.