Aceptar aquello que no nos gusta, elogia o beneficia no es fácil. El Universo no conspira a nuestro favor, no importa cuán sanos estemos ni cuán jóvenes seamos, nos estamos muriendo, no salvamos a nadie compartiendo publicaciones en Facebook y yo no mido 1,80.
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Aceptar y reconocer lo que se crea que es desfavorable es lo que diferencia a un niño de un adulto, y esto es válido individual y colectivamente. Una sociedad puede ser, al igual que un individuo, infantil o madura.
El shock e incertidumbre del mundo ante la victoria de Donald Trump en Estados Unidos el pasado martes puede haber paralizado a muchos, pero también movilizó a otros tantos. Cientos de simpatizantes de la candidata demócrata Hillary Clinton (o simplemente anti-Trump) protestaron en varios puntos del país , causando incluso varios destrozos. Rompieron vidrieras y ventanas de automóviles y prendieron fuego contenedores. Sólo en Portland, Oregon, hubo 26 arrestos.
Es difícil explicar contra qué o quién era la mencionada manifestación. Es altamente deseable que no haya sido contra la democracia, contra la voluntad popular de sus mismísimos compatriotas. Tal actitud no sólo sería colectivamente infantil, además sería peligrosa. Es una clara muestra de que algunos lineamientos básicos de la libertad no están siendo comprendidos.
Una vez alguien dijo que la democracia es un sistema bueno en tanto se lo compare con una dictadura o una monarquía absoluta. Aún en tal caso, este tipo de pataleos estaría reafirmando que la opción descartada fue correctamente descartada.
¿Son éstos acaso los representantes del progresismo que habrían gobernado de haber sido distintos los resultados? ¿Están los manifestantes asustados de un gobierno agresivo e intolerante? En ese mundo hipotético en el que Clinton ganaba ¿qué hubiera pasado si eran los simpatizantes del magnate neoyorquino los que marchaban? ¿Habría, por ejemplo, la republicana Texas, propuesto independizarse, tal como lo propone la demócrata California?
Es más, es hasta probable que muchos de quienes formaron parte de las distintas protestas criticaran al presidente electo cuando en un debate aseguró que quizás no aceptaba una potencial derrota, en alusión a un posible fraude electoral.
El escaso o ausente respeto por el otro y lo que el otro prefiere y siente llevó a Estados Unidos – y está llevando al mundo entero, dado que es un fenómeno global – a elegir entre dos candidatos sin Norte ni carisma a los que los mueve solamente su ambición personal. Ganaría, como sucedió, el que fuera lo suficientemente hábil como para no perder.
Y como suele suceder, las sociedades infantiles, con rabietas políticas y antojos progresistas tienen líderes que las representan en coherencia. El expresidente y actual senador uruguayo José «Pepe» Mujica afirmó, luego de que se hiciese pública la victoria de Donald Trump, que la única palabra que tenía para pronunciar al respecto era «socorro».
Mujica no pidió por socorro mientras Dilma encubría corruptos, cuando Cristina Fernández hacía lo suyo (pero peor) ni cuando media Venezuela comenzó a padecer de hambre. Mujica no creyó que un fuerte y claro pedido de socorro era necesario en esas circunstancias.
Hay un grupo de gente demasiado grande que elige qué está bien y cuándo, es decir, a la democracia se la respeta siempre y cuando me sea conveniente y al tirano se lo reconoce y acusa de tal si, y sólo si, no está en mi palo ideológico. Para todo lo demás, se hace la vista gorda, nada pasa.
Ellos, los que marchan, los que rompen vidrieras de comerciantes que nada tienen que ver con nada, se ven a sí mismos, sin embargo, como la materialización del bien, del progreso y de la igualdad, del respeto y la tolerancia. No ven su obvia contradicción, pues carecen de autocrítica y tienen la suficiente arrogancia como para señalar a los demás de supuestos conservadores, homófobos, racistas, ignorantes, supremacistas blancos, no-amigos-de-PETA, y no-hago-tortas-a-la comunidad-LGBT.
En el egocentrismo de esa misma infantilidad y desde ese altar ético en el que se colocan, los que marchan en contra de la voluntad popular y de la libertad de los individuos de votar a quien crean pertinente en su sacrosanto juicio (incluso en el error) se convierten, sin saberlo, en inmorales.