
EnglishOctubre es mes del horror en Cuba. Los psicópatas del socialismo se desencadenan con la llegada del falso otoño del trópico. Y compensan lo falso de esta estación con ofrendas a la muerte real: politicidios.
Tan temprano como en octubre de 1959, los hermanos Castro desaparecieron al comandante de la Revolución Camilo Cienfuegos. y a sus hombres de confianza, y encima lo canonizaron como a un héroe caído de una avioneta en el mar (nunca mostraron avioneta, ni mar, ni nada).
En octubre de 1962, dieron la orden de destruir a los Estados Unidos con un golpe de misiles nucleares rusos (ya instalados en la isla clandestinamente). Fidel Castro quería una gloria más radical que la de Jesucristo, e invitó en un cable a Nikita Jrushchov a lanzar un ataque “preventivo” desde Cuba, iniciando una guerra termonuclear.
Jrushchov, asustado al entender con qué clase de calaña lidiaba, se limitó a responderle: “Aún cuando entendamos su propósito, su propuesta está equivocada”.
Más de medio siglo después, no por renqueantes, los Castros dejan de ser el mismo clan criminal. Llegaron al poder matando y se irán del poder matando. Quien no se percate de esta lógica sin límites, jamás entenderá la persistencia del comunismo cubano.
En octubre de 2011, el Ministerio del Interior dio la orden de ejecutar a la maestra Laura Pollán, lideresa fundadora del movimiento pacífico Las Damas de Blanco, ganadora del Premio Andréi Sájarov para la Libertad de Conciencia 2005 del Parlamento Europeo. Nunca le permitieron viajar fuera de Cuba para recibirlo: no querían que la víctima se les escapara por un azar migratorio.
Lo que no pudo la policía política, lo lograron los médicos de la muerte revolucionaria: todo doctor graduado en Cuba es, en potencia, un verdugo de verde oliva
(Menos de un año después, tras una década de tampoco dejarlo salir de Cuba, ejecutaron a sangre fría a Oswaldo Payá, líder fundador del pacifista Movimiento Cristiano Liberación, y también ganador del Premio Sájarov pero en 2002. Los demócratas europeos deberían reconocer esta culpa: sus premios ponen en riesgo a nuestros mejores ciudadanos).
Duele decirlo, pero Laura Pollán murió engañada hasta por su propia familia, que acaso estuvieron engañados ellos también, sólo Dios sabe por quién o quiénes de sus “amigos” y “colegas” de la supuesta sociedad civil cubana (el más infalible invento de la Seguridad del Estado).
Yo estaba en La Habana. Lo viví todo desde el insultante inicio hasta su morboso final. En septiembre la habían mordido y pinchado en un acto de repudio frente a su casita de la calle Neptuno 963. Una semana después hubo que llevarla al inhóspito hospital Calixto García y allí de inmediato la ingresaron.
Duró pocas horas con conciencia. Enseguida la anestesiaron, casi seguramente, sin su consentimiento —el consentimiento de su familia fue por ignorancia o complicidad—, y la entubaron para que “no sufriera”. Ya nunca más la resucitaron. Fue una ejecución clínica al mejor estilo de la pena de muerte en los Estados Unidos, país que no se diferencia del castrismo a la hora de matar por vía venosa.
Laura Pollán ingresó al parecer con el azúcar descompensado, problemas respiratorios y dolores-fiebres del tipo dengue. La secuestraron de inmediato en Terapia Intensiva, declarándola en estado de salud “muy grave”, justificación perfecta para imponerle el más estricto régimen de aislamiento.
Lo que no pudieron los carceleros de la policía política, lo lograron los médicos de la muerte revolucionaria (y todo doctor graduado en Cuba en potencia es un verdugo de verde oliva). Un tiempo atrás ella había sobrevivido a un atentado automovilístico —la técnica con que acosaron hasta emboscar a Payá—, mientras Pierantonio Micciarelli la entrevistaba para su documental Soy la otra Cuba.
Aquel pabellón del Calixto García estuvo día y noche rodeado por los agentes de civil de la Seguridad del Estado, mientras que los blogueros y periodistas independientes se dedicaban a hacerse eco de los reportes médicos mentirosos. Y de la tontería tétrica de exigir en las redes sociales no sé qué diagnóstico viral de emergencia en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (esos títeres de laboratorio a sueldo del Consejo de Estado). Nos preocupábamos mucho, sí, pero no nos ocupamos de ella en absoluto.
Así, entre todos dejamos morir en pocos días a Laura Pollán. Por lo menos había que haberla llevado a una sede diplomática y forzar su salida humanitaria con la Cruz Roja internacional.
La mala nueva la anunciaron el 14 de octubre al anochecer. Dicen que le dio un paro cardiopulmonar, después de una traqueotomía en venganza, pero nadie jamás mencionó que su cuerpo era un balón: inflado, deforme, la piel a punto de grieta, típico de un fallo renal sin tratamiento, y del que nadie nunca alertó. La reventaron con sus propios fluidos y, para que no quedara la menor evidencia, la familia la veló sólo unas mínimas horas de madrugada, en la funeraria La Nacional, y entonces la cremaron antes del alba con una velocidad vil.
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Por esos días, repusieron en la televisión un capítulo de Las Razones de Cuba, que estigmatizaba como mercenarias —y sin derecho a réplica— a las Damas de Blanco. Luego apareció en los medios masivos el médico que la atendió. Violó toda su poquísima ética profesional. Difundió detalles indebidos del caso, con la demagogia de que la Revolución hizo todo lo que estuvo a su alcance para salvar a Laura Pollán. Y contabilizó los millones que le hubiera costado a ella ese tratamiento —de no estar muerta— en un país capitalista.
El reverendo Ricardo Medina, hoy exiliado, colectó clandestinamente una muestra de cuero cabelludo de Laura Pollán, mientras sus manos la bendecían y vestían para el velatorio (la idea era someterla a un análisis forense fuera de Cuba). La evidencia se la entregó al viudo reciente de Laura Pollán, el ex preso político Héctor Maseda. Pero al desmemoriado masón se le perdió esta única prueba del asesinato de Estado contra su esposa, quien hubiera dado la vida por él. Y de hecho, la dio, pero en un sentido perverso que la noble Laura, ni en la peor de sus pesadillas, hubiera podido imaginar.
En el libro de condolencias entonces escribí: “Sólo una vez retraté a las Damas de Blanco, en febrero de 2010. Nunca he olvidado la impresión de liberación que sentí como fotógrafo y escritor.”
Y todavía hoy no lo olvido, Laura, Damísima de Blanco. Vecina de barrio, salida de la nada y con un corazón más grande que décadas de decadente y despótica Revolución. Esta semana de octubre ya van siendo cuatro años sin ti. Que tu alma misericorde no los perdone, estés donde estés ahora, porque los Castros y no sólo los Castros sabían muy bien lo que hacían: nos han vaciado la esperanza de una nación por venir.
Esta orfandad de ti y de Oswaldo Payá ha de retrasar por otro medio siglo la tan esperada estación de nuestra libertad.