Ante la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de México crece la incertidumbre de propios y extraños acerca de la orientación que dará a su ejercicio presidencial este tijuaqueño de izquierda; calificado por algunos como un político pragmático y por otros como un comunista de nuevo cuño, que se declara, sin vergüenza alguna, admirador de Fidel Castro, a quien llegó a comparar nada menos que con Nelson Mandela.
Los casi seis meses que mediaron entre el día de la elección presidencial en México y la toma del poder propiamente dicha, este primero de diciembre de 2018, sirvieron para que se fuera perfilando algunas características de lo que será el ejercicio de la presidencia del nuevo mandatario. Y si bien López Obrador, AMLO, ha dado muestras de lo que podría ser su desempeño como presidente, aún persisten las dudas, en particular a lo que en materia de política exterior se refiere.
Lo que sí se conoce a ciencia cierta es que el nuevo mandatario se alineará con lo que se conoce como la tradición mexicana en materia de relaciones internacionales: no meterse en asuntos ajenos para que nadie se inmiscuya en lo nuestro. El diplomático de carrera Marcelo Ebrard, el nuevo canciller de México y quien fue uno de los principales asesores del equipo para la transición con el ex gobierno de Enrique Peña Nieto, ya aseguró en varias ocasiones que el gobierno mexicano no buscará entrometerse en asuntos internos de cada país y hasta señaló que recurrir a la Organización de Estados Americanos (OEA) es incurrir en intervencionismo.
En vez de “intervencionismo”, el nuevo gobierno ofrece más bien fomentar una relación de cooperación con todas las naciones de la región, promoviendo un mayor desarrollo económico que permita, gradualmente, la reducción del fenómeno migratorio.
Sin duda, la reivindicación de una política contraria a cualquier tipo de intervencionismo, inspirada en la llamada Doctrina Estrada (denominada así por el canciller que la creó en 1930), es histórica, legítima y legal. De hecho se encuentra plasmada en la Constitución mexicana.
No obstante, constituye un giro radical en la política internacional de las últimas décadas, al menos de la que se siguió desde 2000 con la presidencia de Vicente Fox, hasta este 2018 bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto, que fue una política más flexible, moderna y amplia. Entre muchos ejemplos, esa política hizo posible que México firmara la Carta Democrática Interamericana en 2001 y que recientemente tuviera un papel activo en las crisis de Venezuela y Nicaragua.
La vuelta a una visión anti-intervencionista férrea, permite vislumbrar que López Obrador no va a ser un presidente que se proponga luchar abiertamente por los la democracia y los derechos humanos en otras latitudes, en particular en Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia. Preferirá mantenerse al margen de los conflictos y tener una diplomacia moderada unilateral y multilateralmente.
De allí que en una entrevista concedida al periodista Jorge Ramos, al ser preguntado sobre si consideraba dictador a Nicolás Maduro y Raúl Castro, rechazó tal calificativo, argumentando “no quiero que se metan después en las decisiones que solo les corresponden a los mexicanos”. También ello explica que a estos y otros dictadores los haya invitado a su toma de posesión, pese a las numerosas críticas internas.
Ahora bien, ¿esto quiere decir que tendrá una política exterior completamente alineada a las de los dictadores narco comunistas del siglo XXI? Al menos ellos mismos creen que sí, ya que no cesan de dar cordiales bienvenidas al mexicano al club del ALBA. En el aislamiento internacional en que se encuentran, estos regímenes aún inmersos en esa alianza que se extingue cada día más por la falta de los recursos petroleros venezolanos, creen (o hacen creer) que la llegada de AMLO significa un salvavidas para ellos y un nuevo impulso a la izquierda latinoamericana. Pero, ¿realmente será así?
A decir verdad no se sabe con exactitud. Esta es otra de las incertidumbres de AMLO. Pero seguramente no lo hará en los inicios de su gobierno, tiempo de luna de miel con la mayoría de los mexicanos y los inversionistas extranjeros en que continuará más bien con el pragmatismo del cual ha hecho gala en los últimos años. Según las propias palabras del recién llegado presidente, México será “amigo de todos los pueblos y gobiernos del mundo” y se esforzará en apoyar la resolución pacífica de los conflictos internacionales.
Tanto es así que incluso su relación con los Estados Unidos y su impredecible mandatario ha sido relativamente tranquila hasta el momento y se perfila mucho mejor de lo que esperaban algunos. Donald Trump no ha escatimado halagos respecto a su nuevo par mexicano afirmando que está “muy bien impresionado” con él. Al tiempo que AMLO le ha correspondido con misivas y mensajes moderados, no cayendo en peleas ni groserías mediáticas al estilo de otros amigos suyos, como Nicolás Maduro.
Pues sí, hasta ahora Donald y Andrés Manuel han decidido no pelearse, ni siquiera por el empeño del primero de construir el famoso muro en la frontera. López Obrador inclusive aceptó la exigencia del estadounidense de mantener a la avalancha de migrantes centroamericanos en su frontera, mientras llegara a resolverse su situación legal. Se habla de un proyecto de AMLO, una suerte de Plan Marshall para Centroamérica, en el cual Estados Unidos se comprometería a aumentar el apoyo económico al istmo, para contener las caravanas de migrantes.
Y a pesar de sus elocuentes críticas durante su campaña, el nuevo gobernante no ha hablado de cancelar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) alcanzado recientemente por Estados Unidos, México y Canadá pero que ya no se llamará TLCAN sino USMCA por sus siglas en inglés o AEUMC, por sus siglas en español, y que ahora tiene que ser aprobado o no por los congresos de cada uno de los países. No son pocos los expertos que aseguran que ese tratado no hubiese sido posible sin “el efecto AMLO”, como lo denominan.
Hasta el presidente saliente, Peña Nieto, ha destacado la disposición de López Obrador y su equipo en el acuerdo comercial al formar parte observadora del proceso de negociación y permitir que el gobierno saliente y entrante realizaran conjuntamente “un frente común como nación”.
Es justamente por esta ambigüedad pragmática de AMLO de querer estar bien con todos, que no queda claro cómo será de estrecha o no la relación del nuevo gobierno azteca hacia los amigos de la izquierda latinoamericana, o cómo será su actuación frente a situaciones difíciles como las que se profundizan en Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Podría ser de radical defensa, como muchos temen, pero también de moderada indiferencia o de laissez faire, laissez passer. Lo que sí se ve claro, cabe insistir, es que no veremos a México liderar o participar de grupos que pretendan condenas o sanciones a estos y otros países; que no veremos más a México tomando una postura activa, pro democrática, en muchos organismos y conflictos internacionales.
No debería extrañarnos este pragmatismo de AMLO en materia internacional. Es el mismo que ha mantenido en la esfera de la política interna. Solo un ejemplo: como lo hizo mientras fue gobernador de la capital, viene llevándose bien con los empresarios, con quienes ha realizado varios encuentros estos últimos meses, a pesar del golpe que significó en el sector la cancelación de la construcción del nuevo aeropuerto para la capital, lo que afectó a grandes grupos privados, o su promesa de frenar la reforma energética impulsada por su predecesor Peña Nieto, quien abrió la explotación de hidrocarburos al sector privado.
Pero no todo está dicho con AMLO. Cualquier sorpresa cabe del nieto del comunista español José Labrador Revuelta, y quien hace 12 años se calificaba abiertamente como marxista. El furor ideológico puede volver a salirle en cualquier momento, en especial teniendo la tentación de tanto poder en sus manos. Porque no podemos olvidar que llegó a la presidencia con la fuerza del 53% de los sufragios, más que cualquier presidente en la historia del país; que tiene mayoría en ambas cámaras del Parlamento, y que cuenta con un nutrido número de gobernadores. Además, que no tiene oposición política que se le enfrente. Por ahora, ese liderazgo democrático está neutralizado, casi liquidado.
Todo ello es mucho poder. Falta entonces saber qué hará con él, si sucumbe al delirio del populismo autoritario del siglo XXI y termina gobernando con mano dura para imponer sus criterios, como muchos presidentes latinoamericanos; o si buscará consensos para mantener la gobernabilidad en la joven pero insegura y violenta democracia mexicana.
Empieza ya la cuenta regresiva de los seis años de su gobierno para verificar si cae en la deriva totalitaria, como Maduro u Ortega, o si su ya conocido pragmatismo lo hace capaz de alcanzar reformas importantes sin menospreciar las libertades individuales y respetando las instituciones, como lo desean y aspiran una buena parte de sus seguidores – un 66% según recientes encuestas- que manifiestan altísimas expectativas y esperanzas de cambio pero dentro del marco democrático.
Todo está por verse. Pero esta es una peligrosa realidad que desde ya afecta el convulso panorama continental que lo menos que necesita hoy en día es de incertidumbres. El devenir de la democracia regional necesita, más bien, de mayores certezas.