Una de las más claras manifestaciones de la decadencia política, económica y moral que tiene hasta ahora la Argentina se evidencia en el ingreso al país, cuando se cruzan los scanners de la AFIP, al momento de lidiar con los oficiales de la aduana. A diferencia de lo que sucede en cualquier país del mundo, cuando los ciudadanos retornamos a casa, nos encontramos con una burocracia intrusiva, que no tiene prejuicios a la hora de abrir las valijas para husmear entre nuestras pertenencias.
¿Qué buscan? Compras en el exterior que superen los 500 dólares. En caso de considerar que en las valijas haya algo que parezca nuevo y que se estime por un valor superior a ese, los agentes aduaneros obligan a las personas a abonar el 50 % del valor como impuesto de bienvenida. ¿Cómo suelen determinar los burócratas los valores de mercado? Simple. Consultando páginas como Ebay o Amazon, mientras le revisan la ropa interior a las personas, dictaminando si las mismas son viejas o si se habrían comprado recientemente en el exterior.
Recuerdo que en una oportunidad, una aduanera que emanaba altos niveles de kirchnerismo en sangre, se había ensañado conmigo por unas figuras de colección del Planeta de los Simios. Traía tres (el Cornelius, la Zira y el Milo en sus versiones de astronautas de la tercer película de la saga, por si a alguien le interesa). Al encontrarlos entre mis cosas mientras me revisaba la valija, esta mujer abrió los ojos como si hubiera encontrado un tesoro en el fondo del mar. Los extrae y le señala a sus compañeros: “¡Esto es memorabilia!“, reiterando una y otra vez la palabra hasta irritarme y enloquecerme por completo. Había comprado las figuras en un “sale”, es decir, una oferta muy por debajo del precio de mercado. Los había pagado veinte dólares cada uno, pero había cometido la “impericia” de no guardar el ticket. Cuando este personaje en cuestión toma mi propiedad con “sus sucias garras” (siguiendo en la temática de las películas en cuestión), se pone a buscar los precios en internet, llegando (casual y arbitrariamente) a un vendedor que los ofrecía a 150 dólares). Allí comenzó un insólito debate, donde yo argumentaba que los había pagado más barato, con el convencimiento de mi irrelevante “inocencia”. Ella, mientras repetía la palabra “memorabilia” insistía con que debíamos hacer un cálculo de todo lo que traía, ya que superábamos la sacrosanta barrera de los benditos 500 dólares.
Convencido a no pagar un sólo dólar por semejante atropello, decidí jugarme a todo o nada, con una estrategia que pudo haber salido muy mal. Interpretando la mentalidad de esta gente, decidí jugar un pleno al que sería el peor de sus temores. Terminando la discusión de forma abrupta, saqué mi teléfono del bolsillo. Mientras lo señalaba con el dedo índice de la otra mano, increpé a esta mujer que “trabaja” y quería joderle la vida a la gente que si yo hacía “una llamada”, la cuestión se resolvería “de otra manera”.
“Proceda. Haga lo que tenga que hacer. Sepa que usted no sabe con quién está hablando y a quién voy a llamar yo para ver como resuelvo esta cuestión, pero proceda”, dije mientras me alejaba de mis pertenencias simulando hacer una llamada telefónica. ¿Quién era yo? Marcelo, claro. ¿A quién iba a llamar? A nadie. Si no tenía ningún amigo poderoso en el gobierno kirchnerista (ni me daba el estómago para tenerlo). “Disculpe, ¿su nombre?”, le pregunto rápidamente, mientras tapaba el micrófono del aparato, tratando de recordar cuestiones básicas de viejas clases de actuación en la escuela secundaria. La empleada de aduana bien podía haberme dicho su nombre y destruir mi desesperada estrategia para traerme mis muñecos que ya había comprado y pagado con el fruto de mi trabajo. El papelón hubiera sido descomunal, traumático e inolvidable. Sin embargo, la meticulosa empleada pública decidió no correr riesgos y puso todas mis pertenencias en la valija, mientras me repetía “vaya, vaya, ya está”. Pequeñas victorias simbólicas, que le devuelven algo de la dignidad perdida a uno.
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Todos vivimos varias escenas de humillación como esas. En otra oportunidad, un burócrata me dijo que mis vinilos usados que traía no se podían ingresar al país, ya que existe legislación vigente de “prohibición de importación de bienes usados”. Luego de un intercambio, me “perdonó la vida”, disfrutando mi desesperado agradecimiento. Calculo que lo hizo solo para divertirse, en el marco de un sádico juego de funcionarios irrelevantes con pizcas de poder.
En medio de esta locura, los argentinos han hecho de todo para poder ingresar al país bienes para el propio uso, que no se consiguen aquí, pagados por su dinero. Nada lujoso, claro. Viajar con la valija vacía para comprar ropa, a la que se le sacan todas las etiquetas como si fuesen evidencia de un grave delito, o esconder uno o dos celulares para familiares o amigos entre la ropa, como si se trataran de ladrillos de cocaína o armas. Cosas que hicimos todos los argentinos que tuvimos la suerte de viajar al exterior durante el oscurantismo kirchnerista. Muchos músicos locales, con motivo de la nefasta sustitución de importaciones, hasta decidían sus vacaciones por el destino de donde se podían traer una guitarra o un instrumento. Otra de las insólitas escenas que se vivieron hasta hoy es el de los guitarristas y bajistas viajando con pickguards, cuerdas y fundas usadas muy “baqueteadas”, para tratar de disfrazar un instrumento nuevo y así despistar a los oficiales aduaneros. Un vendedor de un negocio de música en Nueva York me contó sorprendido como un argentino generó raspaduras, quemaduras de cigarrillo y roturas leves en un instrumento recién comprado por esta cuestión. En estas cosas gastaba tiempo y energía la golpeada clase media argentina.
Aunque parezca una cuestión simbólica o menor, es importante que en el corto plazo comiencen a cambiar estas cosas de raíz. La ciudadanía tiene que empezar a percibir que no es normal ni correcto que un funcionario le revuelva la ropa interior, contando un par de corpiños presuntamente nuevos de Victoria’s Secret o calzoncillos baratos de H&M que no se consiguen en territorio nacional, donde todo es caro y de pésima calidad.
¿Irá de a poco la Argentina a una senda de normalidad? Esperemos que sí.